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Capítulo 1: El caballero y su brillante armadura

En el patio del palacio de Taiva, las tres haditas, Cleo, Mercurita y Poly, crearon una barca mágica. Les acompañaba “Benkario Demar”, el padre de Cleo. Este llevaba puesta la típica túnica larga, de color blanco, casi crudo, de caballero, que tantas veces habían visto llevar puesta a Fando y a Parmio. Anasti prefirió quedarse en Taiva, ya que no soportaba encontrarse, cara a cara, con Benkario. En contra de lo que les había dicho Cleo, sus dos amigas, Poly y Mercurita, tuvieron una buena impresión de él, aunque no tardaron en darse cuenta que en el fondo era un charlatán, algo mentiroso. —Muchas gracias por el dinero, pequeñas. Los tiempos son muy malos y el conde era reacio a darme un anticipo. —No hay de qué. Estamos para servir. Dijo Mercurita. —¿No lleva su vieja armadura? Algo le descontarán si la entrega. Dijo Poly El caballero parecía algo desconcertado. —Eh…sí. Eso es cierto. Pero no me fío de la barca voladora. Podría desequilibrarse por el peso. Cleo dijo, sarcásticamente: —También podría desequilibrarse cuando traigas la armadura nueva. Pero tienes razón. La barca ya está suficientemente desequilibrada. Benkario se puso serio, pero prefirió ignorar el comentario de su hija. El caballero no entendía mucho de magia, pero sabía por boca de ella, que cuando una mala persona viaja en una barca mágica, esta navega con un poco de dificultad, debido a la energía negativa de su pasajero. Durante todo el trayecto, el caballero estuvo hablando amistosamente con Poly y Mercurita. Su hija le llevó la contraria en todo lo que pudo. La traviesa hada se preguntó por qué Cleo, que aborrecía a su padre, lo acompañaba a comprarse una armadura. —¿Habéis notado que la barca se está inclinando un poco? Si seguimos así, volcaremos. Dijo la rubita de labios gruesos y ojos

saltones, con evidentes ganas de molestar a su paciente progenitor. —Seguramente son vientos contrarios. Dijo el caballero, un poco malhumorado. Tomaron tierra en las afueras de la ciudad darana de Erán, su capital, para no llamar la atención. Con un toque de varita, Cleo vistió a sus amigas, y a ella misma, con ropa normal. —A la gente no le importa si somos hadas o no. Espero que os guste la vestimenta que escogí para esta ocasión. —Por supuesto. Este vestido beige me sienta bien. Lástima, que no haya cerca un espejo. —En todas las armerías hay alguno, Poly. Dijo el caballero. Benkario las guió. El ya había estado algunas veces en Erán. Era una ciudad muy poblada, pero con viejas casas de lúgubre aspecto. Sus ciudadanos llevaban ropas oscuras, haciendo juego con el oscuro colorido ambiental. —Creo que llamamos mucho la atención. Debí de haber escogido un color pardo para la ropa. —No pasa nada, Cleo. Solo vamos a estar un ratito por aquí. Dijo Mercurita. Sin embargo, el caballero no opinaba igual. —Pues no…tal vez estemos unas cuantas horas. Quiero unos ajustes en la armadura, que no se hacen de inmediato. Por cierto, os invito a tomar algo. Dijo, señalando a una taberna. —¿Nos invitas? ¡No! La que invita es mi amiga, que para eso te ha dado el dinero. —Cleo, por favor, no montes el numerito. Dijo su padre. —Gracias por invitarnos. Sin embargo, aún tenemos la barriga llena por la merienda. —No importa, Poly. Compraremos galletas y os las coméis en la armería, mientras me ajustan la armadura. Sin embargo, al entrar en la taberna, Cleo vio una cara que le era conocida. —¡Es mi tío! El es quien mete a mi padre en problemas ¡Ya me extrañaba a mí, que una armadura tan cara solo podía ser la armadura de un rey! Has venido a darle dinero ¿Verdad? —Cleo, tu tío lo está pasando muy mal. Hace poco que salió de la cárcel y no tiene ni un céntimo. Debes de entenderlo.

—¡Que se busque un trabajo honrado, en vez de robar y estafar a la gente! ¡No vas a darle ni una sola moneda! Cleo sacó su varita, que desprendía chispas. Sus amigas tuvieron que sujetarla para evitar que le lanzara algún hechizo a su pariente. Benkario pidió que la siguieran sujetando, hasta que regresara. Al irse, su hija pareció tranquilizarse un poco. —¡Soltadme! No voy a hacer nada. Pero si me cargara a mi tío, el mundo sería mucho mejor. Sus amigas optaron por hacerle caso. Quince minutos más tarde, salió el caballero de la taberna. Estaba mordisqueando unas galletas. En la otra mano llevaba una bolsa de papel duro. —Ya estoy aquí, de nuevo. Como podéis ver, os he traído comida. No he probado ni una gota de alcohol. Te lo juro, hija mía. Esta lo miró con ira. —¿Cuánto le has dado? —Unos…mil kaliks. Cleo no se lo creyó. Consideraba que era poco. Tras una breve discusión, el padre tuvo que admitir que le había dado dieciocho mil. Su hija se puso hecha una fiera y lo insultó. Su paciente padre, esta vez no se tomó el reproche con tranquilidad, y respondió, enfadado. —Puedo comprender que mi hermano te caiga mal. Pero no por eso voy a dejar de ayudarle, te guste o no ¡Es mi hermano y tío, tuyo! También debes pensar en tu prima, Yrena. Ella no tiene culpa de nada ¿Es que quieres que se muera de hambre? Cleo no respondió, pero en su interior tuvo que admitir que su padre tenía razón. Mercurita se consoló, pensando que al menos no todo el dinero que le entregó a Benkario, se usaría en comprar una armadura. Por fin llegaron a la tienda. El recinto era bastante grande. En la puerta de entrada había un hombre armado. Dejó pasar al caballero, pero con bruscos modales, dijo: —¡Las niñas no pueden entrar! Tendrán que esperar fuera. —No se preocupe. Ellas son hadas. Han participado en algunas acciones mágicas y saben lo que es la vida. Esta de aquí, es mi hija. Enseñadle las varitas. —De acuerdo. Entonces, pasad. Dijo, tranquilamente.

La tienda parecía más bien un museo. Había armas, cascos, escudos y armaduras de todas clases. Al fondo estaba el mostrador, junto a varias puertas. En un rincón había una mesa. Varios hombres estaban sentados. Al verlos entrar, uno de ellos se levantó para hablar con el que vigilaba la entrada. —Hay que ver, Cleo. Tantas precauciones para que la gente no supiera que somos hadas, y ahora lo saben todos. —Cierto, Mercu. Es que si no, estaríamos en la puerta. Los clientes las miraron con curiosidad. Algunos parecían no decidirse por lo que iban a comprar. Los encargados de la tienda les ayudaban. Solían dar las explicaciones en voz alta para despejar las posibles dudas de los clientes cercanos, a menos que la pregunta fuera indiscreta. Benkario y Cleo fueron al mostrador. Allí aguardaba “Girio Sumeriman”, el dueño de la tienda; “El Viejo Capitán”. En realidad no era tan viejo. No tendría más de cincuenta y cinco años. Era alto, rubio, casi pelirrojo, y grueso. Tenía un parche en el ojo izquierdo. Benkario le enseñó unos papeles. Uno de ellos era un plano del modelo de armadura que buscaba, el otro, una carta del conde de Taiva, pidiendo al dueño que le hiciera un descuento. —Así que usted trabaja para el señor conde. Bien, pasad dentro. Allí os atenderemos mejor. Mercurita le preguntó a Poly si era imprescindible que Cleo acompañase a su padre. —¡Ya lo creo! Al ver el plano se ha puesto furiosa. La armadura tiene adornos decorativos que la encarecen mucho más. Ella no está dispuesta a consentirle gastos inútiles. También necesitará a alguien que le ayude a probársela ¿Y quién mejor que su hija? —¡Je! Seguro que se llevará algún que otro dolorosos pellizco “sin querer” cuando Cleo le apriete las piezas. Dijo la sonriente hadita. En ese momento, uno de los dependientes se les acercó. —¡Hola! ¡Así que vosotras sois hadas! El hombre dijo eso, en voz alta, para que todos se enterasen. No quería que los clientes pensaran que allí admitían a niñas, así por las buenas.

—Bueno, haditas ¿Qué me contáis? Mi nombre es Henri Talor. No solo vendemos armas. También tenemos algunas varitas mágicas. Echadles un vistazo. Al verlas, las hadas quedaron fascinadas, pero llenas de horror al mismo tiempo. —¡Uf, mejor no miro! ¡Es demasiado para mí! —Tienes razón, Mercu. Más vale que no miremos. Tal vez, dentro de unos años, cuando seamos más mayores y hayamos conseguido dominar la magia, compre una. Henri quiso saber el motivo de preocupación de las hadas. Estas dijeron que esas varitas eran demasiado lujosas para ellas. —Pero al ser hadas podéis lanzar un conjuro de dinero y comprarlas ¿No? —Sí, pero al hacerlo podríamos perder los poderes. —¿Por qué? Una varita es la herramienta de un hada. Mercurita le dijo que un hada debe huir del lujo y de los vicios. Aprovechó la ocasión para contar la anécdota que un día le dijo su amiga, el hada, Florenia. Y es que en la escuela mágica de Neuria “El Barrizal” tienen un presupuesto muy bajo; y no pocas veces entregan palos de sillas o palitos rotos a los estudiantes poco prometedores, o recién llegados, para que les sirvan de varitas. —¡Qué barbaridad! Me estoy acordando que cuando Mildred, la bibliotecaria, me entregó un palito fino, mal lijado y sin pintar, por poco lloro. Dijo Poly. —Lo mismo me dieron a mí, pero con el paso del tiempo te dan varitas mejores y las decoras a tu gusto. Mercurita encontró un espejo en el que mirar cómo le sentaba el vestido, pero estaba roto. Henri le dijo que fuera al vestuario nº cinco. —El que está aquí fuera, siempre acaba rompiéndose. Unas veces por el descuido de los clientes, y otras, por las peleas. Así que hemos decidido dejarlo. Pero cuando vienen clientes y visitantes especiales, les decimos que vayan a probarse la indumentaria que les interesa, a los vestuarios. —Gracias, es usted muy amable. No sabía que hubiera conflictos en esta acogedora tienda. El dependiente les contó que eso era casi inevitable.

Muchas veces coincidían soldados de bandos contrarios y acababan agrediéndose, en no pocas ocasiones. Por ello, el dueño contrató a unos militares de élite; “Los Cuchilleros del Diablo”. Estos son unos mercenarios especializados en manejar el cuchillo. Su simple presencia causa pánico al enemigo. Son conocidos por usar dos cuchillos con los que matan, sobre todo, a los líderes y campeones, en medio del combate. Les encanta hacer el “Saludo al Sol” que consiste en cruzar los cuchillos encima de sus cabezas, mirando en dirección al astro rey. De esa manera ya sabe el enemigo a lo que atenerse. Son los mercenarios mejor pagados. Además de los cuchillos, también son especialistas en acciones especiales. —¡Ah, sí! El que está en la entrada es un cuchillero ¿No? —Exacto. Está aquí para poner orden en las peleas. El dueño ha contratado a tres. Esos dos del rincón también están vigilando. No podemos contratar a un ejército entero, así que ellos son nuestro “ejército”. Desde que están aquí, los patosos se lo piensan dos veces, antes de pelear. Con un cuchillero no se discute. O le haces caso, o deberás de atenerte a las consecuencias. Tienen fama de sangrientos y despiadados. —Hay caballeros a los que les gusta comprar armaduras para sus hijos ¿Tampoco dejan entrar a los niños para probárselas? Preguntó Poly. —En esta tienda, no. Eso es en otra sucursal que tenemos más al centro de la ciudad, en la que también vendemos armas de juguete. Henri interrumpió su conversación y se acercó a un joven visitante. Este aparentaba tener unos diecisiete años, más o menos. —Disculpe, señor ¿Es la primera vez que va a alistarse o es usted soldado profesional? Dijo con cortesía el dependiente. La pregunta resultó molesta para el muchacho, que contestó con evasivas. Sin abandonar su amabilidad, Henri le dijo: —Es que ha cogido una lanza de suboficial ¿Ve usted las rayas blancas? Una raya significa que su portador es un sargento, dos, que es sargento de escuadra, y tres, sargento mayor. Si usted no tiene ninguno de esos rangos, lo pasará muy mal como la lleve. —Cierto. Los oficiales quisquillosos, que no son pocos,

podrían interpretar que quería pasarse de listo, y castigarlo. Dijo el cuchillero, secundando al dependiente. —¡Gracias por avisarme! ¡Oh! ¿Dónde tengo la cabeza? Henri le dijo que no se preocupara. Equivocarse es humano. El estaba allí para ayudar. En caso de duda, no debía dudar en llamarlo a él o a cualquier dependiente. El joven preguntó qué armamento era el que solía llevar un hombre que se alistaba por primera vez. Henri dijo que todos los nuevos serían reclutados como piqueros, a menos que tuviera un oficio artesanal como carpintero, herrero o fuera diestro en labores de mantenimiento o cocina. —A veces, también buscan músicos. Eso depende del señor al que te presentes. Dijo Sunzú, uno de los cuchilleros que estaba en la armería. Henri informó al cliente. El armamento que debía llevar, consistía en el casco, la pica larga de tres metros y medio, y un chaleco acolchado para resistir los impactos del enemigo, dentro de lo posible. El cuchillero añadió, que si pensaba alistarse en el bando del imperio del norte, debería llevar también guantes, de color negro, o azul. Los rebeldes los llevaban de color marrón o crudo. —¡Ah sí, los guantes! Se me olvidaba. Gracias, Sunzú, por recordármelo. Pero los guantes hay que pedirlos al pagar. —¿Qué tipo de casco lleva cada bando? —Da igual. Coge el que más te guste. Recuerdo que una vez, en una batalla, vi al menos setenta tipos distintos de cascos. Algunos de ellos eran tan horribles que jamás pensé que me los encontraría en un combate real. Los más populares son los que parecen platos invertidos. Son algo incómodos, pero protegen más. Llévate una capucha o trapo, para ajustar el interior del casco a la cabeza. Algunos tienen correas, pero son algo más caros. —Eso es, Sunzú. Los oficiales no se guían por los cascos para distinguir a sus unidades, sino en las banderas. El muchacho salió con las dos mitades de la pica, sujetas con una cuerda en la mano derecha, y el casco, apretado contra el pecho, en la izquierda. Mercurita vio que se le cayeron los guantes negros y se los entregó.

El muchacho le dio las gracias en voz baja y los introdujo, rápidamente, dentro del casco. —Qué chaval tan desconfiado. Parece que no le gusta que sepamos que es partidario del imperio. Henri sonrió. —Ha hecho lo que hacen, casi todos, cuando salen. —O sea, que los bandos rebeldes no son exigentes en el colorido de los guantes, y el imperio, sí ¿Por qué? Henri le dijo que por causa del frío, y para cargar con más fuerza, la tropa solía llevarlos. Pero la imposición del color oscuro era una orden del emperador, quizás para distinguir a sus partidarios en la lejanía. Uno de los clientes pregunto si no debían llevar escudos. —No. Los escudos son para la caballería pesada, los guardaespaldas de algún personaje importante y algunas compañías de infantería mercenaria profesional. Pero cada vez están más en desuso. La gente se fía más de sus pies para correr, que de las pesadas armaduras y protecciones. También están los “hombres de armas” o “escuderos”, que si los llevan, pero suelen ser tropas locales de las provincias cercanas a donde se desarrolla el conflicto. Abundan los voluntarios con más sentido patriótico, que destreza militar. También hay viejos soldados veteranos. A los recién reclutados no los incluyen en esas unidades. Los militares las aborrecen. Las consideran un estorbo, pero es una grosería darle la espalda a los que vienen a ayudarles. Mercurita dijo que de pequeña había visto un desfile en Neuria de soldados con escudos, y que también los usaban en las guardias. —Neuria está en el sur, y allí, aún luchan con escuderos como fuerza de ataque principal. Ellos no quieren piqueros. Eso es un grave error, en mi opinión. La mayoría de los que vienen aquí, es porque van a participar en las frecuentes guerras que sostienen las regiones del norte y los bandos rebeldes. Cuando la guerra con armas de pólvora se generalice, se pondrán a nuestra altura ¡Ah! También tenemos material de caza y pesca. —En el sur, los enemigos más comunes son las tribus loitinas. Esos, rara vez usan armas de fuego. Sus armaduras son pocas, y casi siempre, de algodón o cuero. Tal vez por eso, las

regiones civilizadas de allí no ven la necesidad de renovarse. Un entrenamiento constante de lentos piqueros resulta muy caro y poco práctico contra arqueros a caballo. Aún confían en la solidez de sus murallas. Dijo Sunzú. Poly vio una puerta, entreabierta, en la que se podían ver numerosas armaduras, de pie. —¿Esas no están en venta? —No. Tampoco lo están aquellas que están alrededor de la tienda. Unas nos la han prestado para decorar, y las de dentro, tienen sus dueños, que nos pagan para que se las guardemos. El que quiera comprar una armadura, tendrá que pedirla con al menos, quince días de antelación, tal y como hizo el señor Benkario. —Me pregunto por qué el imperio no revela el secreto de la pólvora, pero comercia con ella y vender armas de fuego. Preguntó la traviesa hada. —Necesitan dinero y no se resisten a comerciar con ellas, pero la pólvora que venden está adulterada. Entre sus ingredientes mezclan arena, para que los disparos sean imprecisos. A veces se pasan. Yo he visto muchos cartuchos de pólvora, y te puedo garantizar que la pólvora imperial es de mejor calidad que la que venden al exterior. El humo de las armas rebeldes es de un gris, casi blanco, ridículo, si lo comparamos con el oscuro de los arcabuces imperiales. Los impactos son también más imprecisos y tienen menos alcance. Mercurita echó a reír. —Pues a pesar de esas ventajas, sufren algunas derrotas estrepitosas ¿Qué pasaría si a algunos de los maestros armeros que saben el secreto de la pólvora, se les fuera la lengua? —Serían ejecutados, cruelmente. Tal vez, azotados con brutalidad, y luego, enterrados vivos. Sus bienes serán requisados, y su familia, vendida como esclava. Los oficiales imperiales se encargan de informarles, con frecuencia, para que sepan a qué atenerse. Uno de ellos informó a los rebeldes, a cambio de dinero, pero pudo escapar. Eso no impidió las represalias conra su familia. —¡Qué duro! Al ver a Poly dejada caer en un rincón, su amiga se le acercó,

y se puso a hablarle. —¿Te aburres? La rubita asintió, sonriente. Mercurita miró más a fondo el interior de la tienda. —Es increíble. Veo carteles por todas partes. Piden que haya orden y respeto, y explican el armamento que debe llevar un bando u otro. Además, está escrito en los dos idiomas que se hablan en el norte. —El ochenta por ciento de nuestros clientes no saben leer ni escribir, pero es obligatorio ponerlos. Dijo Sunzú, en voz baja. —¡Exacto! Como podéis ver, nosotros no apoyamos ni promocionamos a ningún bando. Eso no ha evitado que el emperador nos mandase una carta de protesta, porque según él, apoyamos a los bandos rebeldes. Dijo Henri, algo enojado. Al ver a su amiga coger una pistola de chispa y examinarla, cuidadosamente, Poly le preguntó: —¿Te gustan las armas de fuego, Mercu? —Sí, pero no te confundas. Admiro todas las cosas que usan mecanismos sofisticados y de precisión, como los relojes y las pistolas. Eso no quiere decir que me guste la guerra. Viendo el clima de confianza, los clientes se animaron a preguntar. Uno de ellos quiso saber el sueldo que cobraban los soldados rasos de un bando u otro. —Que yo recuerde, el año pasado, un piquero imperial recibía 130 kaliks al mes. Este año, tal vez 135 ó 140, pero no más. Un rebelde cobra un poquito más. El año pasado cobraron 135. Pero si te alistas en el imperio, tendrás que permanecer un año. Los rebeldes, rara vez tienen un ejército permanente más de seis meses. Cuando escasea el dinero licencian a la tropa. El imperio no te licencia hasta que cumplas el tiempo firmado, pero algunas veces, tardan en pagar. Los arcabuceros y ballesteros cobran más; creo que 250, aparte del dinero que les dan para la munición y mantenimiento de sus armas. Al serle preguntado en qué bando se estaría mejor, Sunzú respondió que ambos tenían muy buenos oficiales. Pero en el bando rebelde había una actitud muy amistosa. Demasiado para su gusto. En su opinión, rozaban la anarquía. A eso había que añadir los peligros de las enfermedades, ya que la mayoría de sus campamentos estaban situados en los bosques, y vivían en tiendas

de campaña. La comida era mala en ambos bandos. También existía el riesgo de que les tocara un “elegido” que no estuviera muy bueno de la cabeza y les exigiera un ataque suicida. Por el contrario, el bando imperial era muy disciplinado y siempre que podían, acampaban en fortalezas y ciudades que estuvieran bien amuralladas. —Lo peor de todo es el emperador. Es muy delicado. A veces, contradictorio. Sus generales preferirían que no estuviera junto a sus ejércitos. Les complica la vida, innecesariamente, a los soldados. Es tacaño y vigila mucho la cantidad de comida que se da a la tropa. Premia pocas veces a los soldados que se esfuerzan. Pasa revista, con frecuencia, y a la más mínima manchita, se pone a gritar como un verraco y le pone la cara colorada al soldado, llegando incluso a ordenar azotarlo si se atreviese a contradecirle. No tiene tacto ni es comprensivo. El mismo no cuida su limpieza personal y duerme en una cómoda tienda, en una cama, mientras los demás lo hacen en el suelo y con mantas rotas. Va acompañado, con frecuencia, de bellas y escandalosas mujeres. —Sunzú, calla por favor. No vuelvas a decir eso. Si se entera podría mandarnos otra carta. Nuestro miedica rey podría multarnos por ofenderlo. Dijo Henri. —Lo siento. Solo he dado mi opinión, pero no dejas de estar en lo cierto. Intentaré ser discreto. Poly les dijo que no tenían nada que temer. Al menos, con el actual soberano imperial. El asombrado dependiente le preguntó si estaba segura de ello. El hada se lo confirmó. —Bueno, es un alivio saberlo…pero has dicho con este emperador ¿Y el siguiente? La rubia hadita dijo que no le estaba permitido decir cuánto tiempo viviría. En cuanto a su sucesor, les bastaba con enviarle una carta de felicitación el día de su ascensión al trono, para que no tomara represalia contra ellos. Uno de los clientes se acercó a Mercurita. —Tu amiga y tú, sois hadas ¿No? ¿Hay algún consejo que podríais darme? No tengo claro en qué bando podría estar mejor. Odio la guerra, pero necesito dinero para vivir, —Lo siento. En cuestiones de adivinanzas no soy muy buena. Eso, pregúntaselo a Poly.

Mientras su amiga hablaba con total soltura con el hombre, Mercurita siguió curioseando. Vio una larga pica, que costaba cincuenta y cuatro kaliks. —¿No es un poco cara? —No lo creas. Esa es de segunda mano. Si llega a ser una nueva, costaría el doble o incluso más. —¿Y si un soldado se alistara sin armas? —Se las descontarían de su sueldo, y le costarían el triple, si es de segunda mano. No te digo nada si son nuevas. Se puede acabar la guerra y aún deber dinero. Incluso les pueden obligar a entregarlas y no devolver lo que pagaron. Conozco a algunos que fueron azotados por protestar. Estas cosas no suele saberlas el señor al que se sirve. Son sus corruptos reclutadores y oficiales abusones los que estafan a los infelices; al menos, en los bandos rebeldes. Esa es una de las ventajas de servir al emperador. Quiere estar informado de cualquier acontecimiento, por insignificante que sea. Y castiga a los corruptos con severidad. Dijo Henri. —Ya veo; el emperador se toma la guerra como un juego. Quiere saberlo todo, pero sin renunciar a su comodidad personal. Debería de tomársela en serio y compartir los riesgos, o desentenderse, y dejar hacer a sus generales. Tal y como se organiza, dudo que lo haga bien. Por cierto, los guantes que se le cayeron al hombre no eran nuevos. —No te lo niego. Cuestan bastante; sobre todo, si son de cuero. Por suerte, el emperador se conforma con que lleven unos guantes, más o menos decentes. Algunos llevan calcetines oscuros. La traviesa hada sintió curiosidad por saber lo que Poly hablaba con el hombre. Se puso a escuchar con disimulo. No era la misma persona de antes. Otros clientes, indecisos, también prestaban atención. Pudieron captar unos fragmentos en los que Poly decía, más o menos: “Tú, no te preocupes por el bando que va a ganar. Mira por tus intereses…¿Bromeas? Si el señor os apreciara, no os reclutaría para ir a la guerra…Teniendo en cuenta tu situación, deberías hacer lo que te he dicho….En la compañía 29 estarás mejor. Pero date prisa. Dentro de trece días se completará el cupo…Sí, ahí no corres peligro de ser atacado, pero presta atención a las

enfermedades…Sí, tardarás en cobrarlo todo; unos seis meses, más o menos. Ese es el inconveniente de las unidades que están en la retaguardia. Son los últimos en cobrar. Ten paciencia.” A Mercurita le dio la impresión de que Poly se compadeció de ese hombre y le dio dinero, porque hizo un gesto de entregarle algo. Este lo guardó, con disimulo, y salió sin comprar nada. —¡Vaya! Tu amiga me ha espantado un cliente. —¡Huy, que va! Seguramente era un curioso. Hay mucha gente que entra solo para preguntar y mirar. Tras ese hombre, vinieron otros. Poly les habló en voz baja. Al cabo de quince minutos, al menos diez personas se amontonaban alrededor de ella. —Vas a tener que montar un consultorio. A vosotros os recuerdo que los dependientes de la tienda no nos hacemos responsables de lo que digan otras personas. Dijo Henri con cordialidad. —De acuerdo. Dijeron algunos clientes. Al cabo de un rato, varios cogieron sus armas y tras pagar, se fueron. Parecían impresionados por los consejos del hada. El dueño de la tienda observaba la escena, esbozando una amplia sonrisa. —Henri, no sería mala idea contratar a un hada o bruja para estos casos. Uno de los clientes quiso darle dinero a Poly, en pago a sus predicciones. Ella dijo que no. Debía dárselo a los pobres que se encontrara. En ese momento, el dueño llamó a Mercurita. —Oye, el caballero y su hija quieren verte. Dentro del vestuario estaba una enfadada Cleo, cruzada de brazos en un rincón. Dos indecisos ayudantes sujetaban las piezas de una brillante armadura. Benkario parecía estar muy apurado. La llamó, por señas, y le dijo al oído: —¿Te importa dejarme 25.000 kaliks, por favor? —¿Más todavía? Preguntó la sorprendia hadita. —Mi hija no quiere darme nada, y no estoy seguro que el dueño quiera fiarme. —¿Es de plata? Brilla mucho y vale muy cara. Dijo Mercurita, llena de asombro, por el dinero que estaba costando. —Casi. Tiene muchas piececitas decoradas.

—¡Madre mía! ¿No es mejor, comprar otra más barata? —Ten en cuenta que el conde me va a nombrar capitán de su guardia. Una armadura fea me deshonraría. —No le des nada, Mercu. A ver si hay suerte y lo venden como esclavo, por no pagar. Dijo su amiga con ironía. Mercurita le dio el dinero. Dio gracias a la diosa Yrena, en tono amistoso, por no haberle tenido que comprar un caballo a Benkario. —¡Ah sí, el caballo! El que tengo está…. —¡Basta ya, papá! A ver si ahora vas a querer otro mejor. —Sí, hija. Eso quería deciros. El pobre ya es muy viejo. Pero claro, pedir dinero para un caballo y una armadura al mismo tiempo es demasiado ¿No te importaría que un día de estos...? —¡Deja de pedir de una vez! Dijo Cleo, enfurecida. Mercurita optó por salir. Ya había entregado el dinero, y se sentía indignada por los excesivos gastos de Benkario. Sí, más valía quedarse con Poly o perdería la paciencia como Cleo. Sin embargo, se sorprendió al ver a un caballero con piel curtida por el sol del sur, vestido con un chaleco militar oscuro, con protectores metálicos en las mangas y piernas, con el casco en la mano, lanzando gritos como un energúmeno a su amiga. —¡Yo te enseñaré a ti, a tratarme de esa manera! Pronto tendrás noticias mías. Así que te llamas Polikarpia Enkaro ¿Eh? —Eso es. Díselo a mis padres, al rey, a la directora de mi escuela, al emperador ¡A quien quieras! Mercurita intervino. —Pero ¿Qué pasa? ¿Por qué tratas así a mi amiga? ¿Le has hecho algo? —Yo no le he hecho nada. Dijo el enojado caballero. Al acercarme a ella para que me leyera el porvenir, me dijo: “Fuera de mi vista. Yo no hablo con asesinos”. La traviesa hada no salía de su asombro. —¿En serio? Me resulta imposible creer que mi amiga te dijera eso ¿De verdad no le hiciste nada malo? —Bueno….admito que me colé, el primero de todos. Pero soy un caballero y tengo ese privilegio. Tampoco me merezco esas duras palabras por colarme. —En la escuela de hadas me cuelo con frecuencia a la hora

de comer, para no tomar la comida fría. Se enfadan mucho, sobre todo, cuando repito sin pedir permiso. Ya me han castigado muchas veces por eso. Para colarse hay que ser muy hábil. Poly, conteniendo las ganas de llorar, exclamó: —¡No es por colarse, Mercu! Es que es un asesino. Nada más verlo, lo percibí. Es el jefe de una compañía de mercenarios esclavistas. Cuando no los contratan para una guerra, atacan a los pueblos loitinos de la frontera, matan a los habitantes que no son útiles, y al resto los venden como esclavos. Es el típico patrón malvado al que ningún soldado debería servir. Dijo a los hombres que aguardaban. Con la cara, roja de ira, el caballero optó por marcharse. —¡Me voy, porque eres un hada, y temo que me eches una maldición! Pero tendrás noticias mías ¡Ya lo creo! Mi familia es muy influyente. —¡Vete de una vez! Cuando veo a personas como tú, lamento no saber echar maldiciones ¡Claro que tendremos noticias tuyas! Sobre todo, en el sur. Cuando saquees un pueblo lotino, sus tribus vecinas se movilizarán y atacarán a ciudades inocentes, creyendo que sus habitantes te contrataron a ti, y a tu compañía. Henri pidió orden con cortesía. Mercurita le dio una palmada amistosa en el hombro a su amiga, Los clientes que aguardaban a que continuara hablando, le dieron ánimos y aplaudieron su valor por reprochar al extraño visitante su malvada actitud. Sin embargo, los cuchilleros de guardia no se movieron de su sitio. Se limitaban a aguardar acontecimientos. Mercurita cayó en la cuenta de que cuando pasaban cerca de su amiga, bajaban la cabeza. Era evidente que tenían muchas cosas de las que avergonzarse, y temían que Poly las adivinase y se las reprochara. Mercurita preguntó en voz baja a Henri, si conocía al siniestro personaje que se acababa de ir. Este miró a los lados, para asegurarse de que se había ido, y respondió: —Se hace llamar “lord Kurlan”. No sé más. Fue su prudente respuesta. Cleo también escuchó el jaleo y sintió curiosidad por saber lo que había ocurrido. —Mercu ¿Qué le pasa a Poly? La rubia de ojos saltones, Cleo, sintió envidia cuando lo supo.

Ojalá tuviera ella el valor de hacer lo mismo. Aún no habían terminado de hablar, cuando se dieron cuenta de que Poly volvía a elevar la voz. El afectado era un joven cliente que acababa de entrar. Este sintió miedo e hizo el intento de huir. —¡Ven aquí, muchacho! Tengo que hablar contigo. Lleno de temor, se acercó al hada. Poly pidió disculpas a los que aguardaban sus explicaciones. En voz baja, el chico le dijo lo que quería hacer. Poly fue rotunda. —¡Ya lo sé! Pero si vas a la guerra, morirás. Veo a la muerte, aguardándote ¡Así de claro, te lo digo! El muchacho siguió hablando, pero esta vez en un tono más desesperado. Poly, insistió. —No importa el bando al que te alistes. Eres demasiado vulnerable. El frío y las enfermedades te esperan. Vuelve a tu casa y pide perdón a tus padres por haberte escapado. El chico echó a llorar. No tenía más de diecisiete años. Poly le consoló, diciéndole: —Hay que ser fuerte y saber aguantar. Mis padres no son muy distintos a los tuyos. Mis voces me dicen que si optas por regresar, tu padre no podrá contener los nervios y te dará tres bofetadas. Pero solo sentirás la primera. Media hora después, se le habrá pasado el enfado a tu familia, y te respetarán más. Viendo que el muchacho lloraba, desesperadamente, Poly le puso la mano en la cara. —¡Animo! Sé que estás nervioso, pero usa la cabeza un poco ¿Prefieres morir por culpa de una mortal herida en combate o por enfermedad? ¿No eres capaz de aguantar tres bofetadas y luego ganarte el respeto de tu familia? Sí, lo sé. Te costará darte cuenta porque son muy orgullosos, pero a largo plazo serás consciente de que te aprecian. Por fin, el muchacho entró en razón. Tanto, que abrazó al hada. Entonces, sacó dinero de su bolsillo, y ante su asombro, se lo puso en la mano. —¡Toma! Lo que me iba a gastar en una lanza, el chaleco y el casco, te lo doy para ti. Gracias por abrirme los ojos. Dicho esto, se marchó. Los presentes felicitaron a la rubita, Poly, por su destreza diplomática, incluido el padre de Cleo, que se asomó.

—Para ti, Mercu. Te compensará un poco el dinero que has tenido que soltar. Uno de los dependientes dijo al dueño: —¿Has visto, patrón? Esa niñata nos ha espantado un cliente. No debimos dejarla entrar. Pero “el viejo capitán” estaba emocionado y le reprochó sus duras palabras. —¿Qué dices? Mejor, así. Al menos, ese chaval ha salvado su vida. He visto morir a demasiados compañeros, y he soportado a muchos villanos. Déjala que los aconseje. Al ver a Benkario, Poly se dio cuenta de que era la hora de marchar. Pero este le dijo por señas, que siguiera con sus explicaciones. Mercurita preguntó a Sunzú, qué había que hacer para ser un cuchillero. Este le dijo que los aspirantes tenían que llevar un certificado, firmado por un oficial, probando haber participado en al menos tres batallas, o que se haya destacado por su valor en alguna de ellas. Por supuesto, el documento cuesta dinero. Si el oficial es un buen hombre, costará quinientos kaliks. Luego deberá presentarse en el acuartelamiento de alguna compañía de cuchilleros y pagar el entrenamiento, que puede valer entre dos mil y cinco mil kaliks, según la compañía. —¡Qué barbaridad! El que sepa falsificar documentos se puede ahorrar un poco de dinero. Dijo Benkario. Sunzú sonrió. —No crea. No es tan fácil falsificarlos. Hay que poner nombres de oficiales que existan, además de saber su firma. El encargado del entrenamiento suele estar bien informado y preguntará detalles para saber si le está mintiendo. Si a pesar de ello consigue entrar, aún le queda lo más duro, que son las pruebas. Si es demasiado flojo, sospecharán que les ha mentido, en cuyo caso lo apalearán, y será expulsado. —¡Vaya, vaya! Supongo que si lo echan, no le devuelven el dinero que dio ¿Verdad? —Claro que no. Se lo quedan para compensar las molestias. El entrenamiento se divide en varias partes. En la primera tendrá que cazar y destripar animales vivos. Si no tiene estómago para ello, es que no ha visto suficiente sangre. Los falsificadores no suelen pasar de aquí. La segunda, consiste en sobrevivir. Le

mandarán ir a pueblos poco conocidos y tendrá que robar, irse sin pagar y aprender a orientarse. La tercera son pruebas de habilidades físicas. Aguantar sin respirar debajo del agua, subir a los árboles altos, escalar paredes empinadas, etc. La cuarta, habilidades con las armas. Aunque el armamento de uso común son los cuchillos, también hay que aprender a cargar y disparar arcabuces y ballestas, además de manejar lanzas y espadas. También hay una quinta prueba que no está escrita; la disciplina. Hay que soportar las órdenes, sin protestar, además de hablar con educación y tener un gran sentido del compañerismo. Si supera todo eso, le darán un escudo negro de tela, en el que hay bordados dos cuchillos cruzados y la insignia de la compañía que le entrenó. Dijo, señalando su hombro izquierdo. —¡Uf, qué difícil! Claro, que la segunda, creo que se me da muy bien. Dijo Mercurita, bromeando. Cleo, en cambio, estaba asqueada. La descripción de la primera prueba le había levantado el estómago. Estuvieron en el interior de la tienda, casi tres horas. La armadura estaba empaquetada en una caja de madera, que las tres hadas transportaban con cierta dificultad. —¡Qué vergüenza estoy pasando! Los que nos miran pensarán que en esta caja hay un cadáver. Dijo Cleo. —¡Venga, no es para tanto, niñas! —A mí no me importa lo que piense la gente. Es el peso lo que realmente me molesta. Dijo Mercurita. —¡Ja, ja, ja! ¡Menudas escuderas estáis hechas! Lamento no poder ayudaros, pero está feo que un caballero realice esfuerzos físicos que no estén relacionados con la guerra. —Pues Fando, nuestro jefe de estudios, es el primero en esforzarse cuando hay que hacer algún tipo de trabajo. —Sí, Mercu, pero es un caballero inactivo. Ahora es profesor. Es lógico que se porte así. —Por si no lo sabes, un hada tiene más categoría que un caballero. Cuando seamos adultas no tendremos que arrodillarnos ante ningún señor. Un caballero, sí. Dijo Cleo, con evidente tono de enfado. Benkario hizo caso omiso a la observación de su hija. De pronto, se detuvo en seco.

—Niñas, por casualidad ¿Alguna de vosotras se acuerda cuanto costaba la armadura para caballos, esa tan bonita que tenía filos dorados en la parte del cuello? Mercurita y Cleo pusieron mala cara. No les hacía gracia dar la vuelta de nuevo hacia la armería. Poly, que hasta el momento no había hecho ningún reproche, miró con seriedad al caballero. —¡Vale, vale! He comprendido. No os pongáis así. Otro día vendremos ¿Eh? Por fin llegaron a un terreno vacío, situado a las afueras de la ciudad. Se sentaron para tomar un descanso. Benkario reprochó, educadamente a las niñas, que se dejaran caer en la caja. Podría romperse y abollar su armadura. —Venga, hagamos la barca mágica, y vámonos ya. Dijo la cansada Mercurita. El viaje de vuelta fue de lo más incómodo. La caja de madera ocupaba un espacio considerable. Cuando llegaron, Jana ya estaba en Taiva. Al parecer, se había retrasado, hablando de asuntos personales con un profesor de la escuela del Roble Dorado. Eso fue lo que le dijo al conde. Poly les dijo a sus amigas en privado: —Jana ha tardado en venir por culpa de Parmio. Como sabéis, está locamente enamorado de ella. Amenazó con seguirla a donde fuera, durante las vacaciones. Jana ha hablado con él, y lo ha hecho en términos muy duros. Tanto, que se lo ha tomado a mal. No vendrá por la escuela, hasta que ella se fuese de allí. —¿No veremos más a Parmio? —¡No creas, Anasti! Eso lo dijo en un arrebato de ira. Por supuesto que lo veremos más veces. Fando le ha animado a quedarse, ayudando al mantenimiento de la escuela para así poder olvidarla con más facilidad. Ha aceptado. Pasará todo el verano, pero no como profesor, sino como capataz de una obra. —¡Ja, ja, ja! ¡Qué cosas te cuentan tus voces, Poly! Dijo la alegre Cleo. —No me lo imagino haciendo trabajos de albañilería. —¿Quién sabe, Merc? A lo mejor es su vocación. —Sea lo que sea, le sentará bien. Lo hará sin cobrar nada, excepto la comida y el alojamiento. A Parmio le gusta ese tipo de

trabajos. En ese momento llegó Jana, acompañada de las hermanas de Mercurita. —Mercu, tus hermanas adoptivas son un encanto. —Sí, pero por favor, no las llames así. Son mis hermanas, sin más. Llamarlas “adoptivas” no me gusta. A ellas, tampoco. —De acuerdo. Ahora, descansad. Mañana haremos unas cositas que quería enseñaros en la escuela pero no tuve tiempo. Las cuatro hadas protestaron. Suponían que estaban de vacaciones veraniegas. —Las hadas no tienen vacaciones; simplemente, dejan de dar clases por un tiempo corto. Además, el conde me ha pedido que os siga enseñando. Hay que continuar aprendiendo. Solo serán dos horas diarias. Si no os importa, las hermanas de Mercurita asistirán también como observadoras. Les han concedido vacaciones en la cocina, y quieren saber cómo damos las clases. —¡Pero si ya estamos muy ocupadas aprendiendo equitación! Protestó Anasti. —¿Y qué vais a hacer con tanto tiempo libre? ¿Cruzaros de brazos? Mientras tanto, en el colegio hay unas obras por hacer. Los hados rebeldes tienen que ayudar para ganarse la readmisión para poder repetir curso. A las internas, probablemente, les toque ayudar, pese a estar de vacaciones. Jana miró a las haditas con severidad, dándoles a entender que estaban demasiado bien. Mercurita la interrumpió. —Jana, no sigas, por favor. Creo que te hemos comprendido a la perfección. Aceptaremos gustosas estudiar la magia en verano ¿Estáis de acuerdo, compis? Las niñas aceptaron, resignadamente. Capítulo 2: Tareas veraniegas

A petición de Jana, el conde solicitó un permiso al emperador para que las haditas pudieran hacer prácticas de magia en su territorio. Esto se debía a que en Taiva ya estaban muy vistas y la gente las reconocía. Además, en Neiran se hablaba con más

preferencia el taikalo o idioma imperial, lo que haría que las niñas, que hablaban el daiko, se esforzaran más en ser comprendidas. Mercurita fue a la que menos le gustó la idea. —¡Esta si que es buena! Esos tipos son muy orgullosos. Es muy probable que muchos de ellos entiendan el daiko, pero te hablen en su repelente idioma. El conde se echó a reír, como la mayoría de las veces que escuchaba a Mercurita protestar. —Ahí está la cuestión, querida niña. Tu profesora dice que las hadas debéis ser unas consumadas diplomáticas, y yo estoy de acuerdo con ella. Mientras nos mandan o no, la autorización, debéis practicar en palacio. Las clases se celebraban al aire libre, en el patio de armas, aprovechando el buen tiempo, justo antes de que los caballeros entrenaran. Con frecuencia tenían que llamar a la profesora y pedirles, educadamente, que desalojaran el patio. Normalmente era Lesit el que les hacía tal petición, no solo por ser el más nuevo de su escuadrón, sino también a su parentesco con Mercurita. —Es nuestro turno. Ya lleváis más de dos horas aquí. —¿Tanto tiempo? ¡Vaya! Se está tan a gusto, que no me había dado cuenta. Dijo Jana. Por el camino de regreso, Mercurita aprovechó para hacerle una pregunta. —¿Cuándo nos enseñarás los hechizos de sueño? —Durante el curso tuvimos tantas preocupaciones por culpa de los hados, que ni me acordé. Pero me estoy acordando que al menos, Poly y tú, estáis castigadas. Mercurita se puso muy suplicante. Le recordó que ellas ya habían quedado en asistir a la escuela durante el verano, No veía correcto sancionarlas dos veces por el mismo motivo. —Ese ha sido el castigo que os impuso la directora. El que os impongo yo, es que no os voy a enseñar los hechizos. —¡No es justo! Tú, nos pegaste unos tirones de orejas muy fuertes ¿No era ese tu castigo? Protestó la traviesa hada. Cleo y Anasti dijeron no haber sido castigadas. Ainan e Hinaria se sumaron a las protestas de las haditas. Ellas no tenían culpa de nada, y querían jugar en sueños con su hermana y sus amigas. Por fin, Jana, se dio por vencida.

—De acuerdo. Os lo enseñaré…pero no hoy, ni mañana, si no cuando vengáis de vuelta de cumplir el castigo en la escuela. Si la directora me dice que os habéis portado mal, ya os podéis despedir. Mercurita protestó de nuevo. Suponía que a mediados de julio estaría de vuelta. Imaginaba que Jana habría regresado a su tierra cuando volvieran de cumplir el castigo. —No te preocupes por eso. Cuando Poly y tú, os vayáis, yo me iré también, y regresaré a Taiva, a la vez que vosotras. —¿Qué día es hoy? Preguntó Hinaria. —Estamos a veintiséis. Dentro de cuatro días sabremos los arreglos que hay que hacer en la escuela y podremos irnos a ayudar. Dijo la traviesa hada. —Si os encontráis con Hébora y aún tiene ganas de viajar, traedla con vosotras. El conde me ha confirmado que puede venir. Dijo Jana. Cleo y Anasti pusieron tal cara de espanto al oír la noticia, que Jana no pudo dejar de sonreír. —¿Qué os pasa? ¿Es que le tenéis miedo? —Lo sentimos mucho, profesora. Hébora nos despierta vergüenza ajena. Preferiríamos que no viniera. —¿Qué forma de hablar es esa, Cleo? Ella os necesita. Hacedme el favor de no darle la espalda. Eso es indigno de un hada. —Cuando sea la hora de comer, siéntese a su lado. Ya verá lo pronto que le entra asco.. —Bueno, Cleo, pues si hace una guarrada le daré un aviso. La segunda vez, le daré un guantazo, pero la seguiré queriendo. Mercurita miró a Poly. Ambas pensaban que si hubieran hecho lo mismo que su profesora decía, Hebora tendría la cara repleta de heridas. Tres días después, llegó el permiso del emperador. Eso sorprendió al conde. El mensajero dijo que le costó mucho trabajo encontrarlo. Estaba en un campamento militar con su ejército. Leyó con rapidez la petición, y de inmediato, ordenó hacer los salvoconductos, y los firmó. —Parecía tener muchas preocupaciones. Tal vez por eso, los hizo en el acto. Creo que no quería tener mucho trabajo

acumulado. Dijo el mensajero. —Sí, eso parece. Normalmente, ese tipo de cosas suele tardar más de un mes en concederlas. Tal vez, quiera llevarse bien conmigo. Sus campañas militares le está dando muchos disgustos. Ahora, llévale los salvoconductos a Jana para que se los entregue a las niñas. Mercurita mostró su extrañeza de que la profesora quisiera llevarlas de práctica a la región imperial de Neiran, en vez de la más cercana región de Orian, en la que el daiko y el taikalo se hablaban casi por igual. —Orian es un caos, Mercu. Hay zonas controladas por los rebeldes, otras por el imperio; y muchas otras por los locos elegidos de la región que apoyan a uno u otro bando o son independientes. Solo el pasillo norte es un poco seguro. Lo compone una larga carretera que va desde Neiran a Taiva. Allí, hay un poco de paz. Está vigilado por centinelas de ambos bandos para que la gente y los comerciantes puedan viajar. Cuando volemos hacia Neiran, cogeremos por ahí. En la barca mágica las hadas pudieron ver desde el aire un largo camino, solitario por un lado, pero repleto de carros por otro. Eran los mercaderes imperiales. Hacia la izquierda se veía el mar. La isla de Frasia se alzaba, majestuosa, en medio de las tranquilas aguas. A su alrededor, varios barcos navegaban. En el cielo, a lo lejos, se distinguía una figura, volando. —¿Eso es un dragón? Exclamó Anasti, asustada. —Sí, pero no te preocupes. No se acercará a nosotras. Esos barcos que veis ahí, seguramente son la flotilla del conde. No solo vigilan a los piratas de Frasia, sino que además lanzan flechas de gran tamaño y disparan con mosquetes y cañones ligeros a los dragones que se acercan demasiado a la costa. Ellos lo saben y los evitan. No corremos peligro, a menos que nos salgamos de la ruta norte. Si sobrevoláramos por los bosques, podrían tomarnos por espías y atacarnos. En el aire se encontraron con otras dos barcas mágicas. Las hadas adolescentes iban vestidas con uniforme verde. —¿Has visto? Debemos enseñarles los salvoconductos. No esperaba que el aire estuviera controlado. —¿Qué esperabas, Cleo? En Lamokia también se hacen

guardias para controlar a los intrusos. En la barca más cercana había un funcionario, junto a tres hadas. Les pidieron por señas que se acercaran a ellos. Cuando estuvieron a cinco metros, más o menos, hizo señal de que se detuvieran. Una de las hadas les dio el encuentro. Tenía el típico acento nórdico, que dificultaba la pronunciación de la letra “erre”. —Buenos días. Soy “Karmel Weiss”, de la escuela de hadas “Naturaleza Verde”. Supongo que quieren acceder a territorio imperial ¿Verdad? ¿Me enseñan sus autorizaciones, por favor? Cuando Jana se las entregó, el hada les pidió que esperasen y mostró los documentos al elegante funcionario. Al verlos, hizo un gesto de aprobación. Mercurita se puso a charlar con ellas. —¿Ya habéis acabado el curso? —Aún, no. A mí me queda un año. Dijo Karmel. El funcionario les dijo lo que ya sabían; no debían salirse de la ruta, ni adentrarse en los bosques. Al llegar a su destino, debían aterrizar en la puerta de la ciudad, volver a enseñar las autorizaciones, y pagar tres kaliks, cada una, para entrar. Asimismo, les informó que los salvoconductos tenían una validez de tres meses. —Por cierto. Si más adelante viniera una amiga ¿Le podemos prestar alguna de nosotras, su pasaporte? Preguntó, Poly. El funcionario, llamado Walter Frent, dijo que no. Habría que pedirlo al emperador. —Entonces, no podremos traer a Hébora aquí. A ella le hace falta practicar, más que a nosotras. —Eso me temo, Poly. Dijo la profesora. Al ver un mapa en la barca, Jana pidió que se lo prestara. Las hadas se pusieron a consultarlo. —Veamos…Nada de viajar a ciudades fronterizas. Quiero que hagamos las prácticas en pleno territorio imperial. Eso nos hará esforzarnos más. —Os aconsejo la ciudad de Wellkart. Dijo una de las hadas imperiales, señalando en el mapa. Jana quiso saber más. El hada, cuyo nombre era Brunia, les dijo que era una ciudad que tenía unos hermosos bosques y un maravilloso paisaje. Estaba segura de que les gustaría. También les dijo que debían buscar a las hadas guardianas del bosque y

decirles lo que querían hacer. La jefa de esas hadas se llamaba “Sirena”, había sido su profesora, y además hablaba el daiko. —De acuerdo, iremos allí. Gracias por informarnos. —Adios, Jana. Encantada de conoceros. Anasti se quejó del extraño nombre de la ciudad. Tuvo que coger un lápiz y anotarlo. —Hay regiones que te confunden. Una vez confundí Neuria con Neiran. Pero la primera está en el sur, y la otra, en el norte. Sin embargo, tienen nombres parecidos. Dijo Jana. —Algo he leído de que por un breve tiempo, Neuria fue territorio imperial. Fue arrebatada a Varana. El emperador estaba tan a gusto allí, que bautizó la región como “Nueva Neiran”, pero para abreviar la llamó “Newrian”. Tenía previsto que fuera la segunda capital del imperio. Sin embargo, poco tiempo disfrutó de su estancia. Seis años más tarde, la región fue liberada por Varana. De esos tiempos solo quedó el nombre, que cambió de “Newrian” a “Neuria”, sin “n” al final, y con “u” en vez de “w “, para no confundirla con la región imperial. Dijo Cleo. No tardaron en llegar al lugar indicado. Apenas se pusieron a curiosear por los alrededores del bosque, cuando vieron llegar a tres hadas. Ambas iban vestidas de verde, como las que encontraron antes. Eran dos hadas adolescentes, acompañadas de una más madura, de cuarenta años. Era la que llevaba la voz cantante. —Buenas tardes. Mi nombre es Sirena. Esta es Helgaria y esta otra, es Jazmín. A juzgar por vuestras vestimentas, intuyo que no sois de aquí ¿Acierto? Sirena se tranquilizó mucho cuando Jana le dijo que habían ido al bosque por consejo de Brunia. También apoyaba, plenamente, lo que querían hacer. —¡Buena idea! Tomo nota para hacer lo mismo con mis alumnas. En casa, las cosas siempre salen mejor, que si las haces fuera. Hay que practicar en territorio extraño para ganar más habilidades. Confieso que al veros me llevé un buen susto. Creí que veníais a tomar posesión del bosque y hacernos la competencia. —Nada de eso. Hemos venido a aprender. Si además hay dos profesoras en vez de una, mejor. Dijo Poly.

Jana quería que sus alumnas se presentaran a la gente y preguntarles si necesitaban ayuda. Sirena le dijo, en privado, que no estaba de acuerdo con ese método. —Si hiciéramos eso, nos pasaríamos todo el tiempo asomadas a la entrada del bosque. Normalmente, es la gente la que nos busca si nos necesita. Es mejor así. —Supongo que sí. Pero lo que pretendo, es que mis alumnas tengan más soltura. A casi todas les da vergüenza hablar con los demás. —¡Ah, bueno! Eso es otra cosa. Estoy de acuerdo contigo. La primera que debía hacer su presentación era Mercurita, por ser la más espabilada de las cuatro. Las demás aguardaban en el interior del bosque, escondidas. —Mercu, ahí vienen dos viajeros. A ver cómo lo haces. Un hombre y una mujer iban en una carreta. El hada les saludó por señas y dijo: —Hola. Me llamo Mercurita y soy un hada ¿Puedo hacer algo por vosotros? La pareja la miró con cara extraña, le arrojaron unas monedas y siguieron por su camino, indiferentes. La habían tomado por una pedigüeña. Las hadas intentaron aguantar las risitas. Cuando los viajeros se alejaron, Sirena dijo a la aturdida alumna: —Mercurita, con el permiso de Jana, te voy a decir dos errores que acabas de cometer: Les has hablado en daiko. Debiste de hacerlo en taikalo, que es el idioma imperial. Tampoco queda muy correcto decir “hola” a los desconocidos. Es mejor saludar con un “buenas tardes” y hablar de usted a las personas. —Tendrás que enseñarme como se dice eso, porque yo de taikalo, es que no tengo ni idea. Tras unos minutos repitiendo las palabras adecuadas, Mercurita consideró que había aprendido lo que tenía que decir. Al pasar un grupo de personas, salió a hacer su presentación. Poly dijo en voz baja a las demás hadas: —Mi amiga está a punto de cometer un fallo. A ver si os dais cuenta, cuál es. Mercurita pronunció las palabras, más o menos correctamente, en taikalo. Esta vez, una mujer del grupo se

interesó en ella y le habló…pero en taikalo. Mercurita se quedó muda de asombro. Sirena salió de entre los árboles para explicarles la extraña situación. Los viajeros sonrieron, comprensivamente. —Te ha pedido agua, Mercu. Pero como no hablas nuestro idioma, no la has entendido. Dijo, agitando su varita mágica para lanzar el hechizo “Manantial”. —Ese era el inconveniente que vi. Dijo Poly. Jazmín se animó. —Ahora, quiero intentarlo yo. Dejadme ser la siguiente. Las hadas pudieron ver desde su escondrijo a un hombre por el camino. Poly tuvo un mal presentimiento. —Esto no me gusta. Pongámonos en alerta, porque la cosa podría no salir bien. —Opino como tú, Poly. Dijo Helgaria. Jazmín se presentó al hombre que pasaba, y al igual que hizo Mercurita, le preguntó si necesitaba alguna cosa. El viajero miró al hada con descaro y se puso a toquetearla. Ante tanta caradura, Jazmín le dio una bofetada. Hubo un forcejeo. Al mirar a su alrededor, el caminante vio a cuatro niñas, vestidas de color turquesa, correr hacia él. Al mirar a otro lado, vio a dos hadas vestidas de verde, volando en su dirección. No muy lejos, la pelirroja Jana de piel gris, vestida de cuero, lo miraba con severidad. Fue esta última visión la que asustó al desaprensivo. —¡Aaaah! No os acerquéis a mí. —¿No? Sin embargo, tú te has acercado demasiado a nuestra amiga. Dijo Sirena, tranquilamente. —¡Sí, es cierto! Pero ella me provocó ¿No la visteis? —¡Ya! Cuando una mujer dice que quiere ayudarte, es que te está provocando, según tú. Dime ¿Qué debemos hacer, para que no pienses así? El hombre no dijo nada y salió corriendo. Estaba asustado, sobre todo, de Jana. No había visto en su vida a una mujer de Antea. A sus habitantes, unos les llamaban “demonios”, y otros, “elfos”, según el nivel cultural. Las hadas echaron a reír. Jazmín se tomó con tranquilidad el incidente. —Gracias por ayudarme. Espero que la próxima persona con la que nos encontremos no sea tan guarro como ese.

Las prácticas transcurrieron sin más problemas. Casi todos querían agua. El hechizo “Manantial” fue muy usado por las hadas. Consistía en un chorro de agua fresca, durante un par de minutos. Poly sintió curiosidad por la intuición de Helgaria. —¿De verdad sentiste lo que iba a pasar? —Sí. Unas voces en mi interior, me lo contaron. Poly sintió alegría. Helgaria era una médium, como ella. Se hicieron muy buenas amigas. —¡Ay, Poly! Cuanto me alegra saber que hay otras personas que se comunica con seres del Más Allá. Empezaba a sentirme como si fuera un bicho raro. —Eso me pasaba también a mí. En mi pueblo me temen. Me toman por un pájaro de mal agüero ¿Sabes quién es la persona que te comunica los presagios? —Sí. Es una amiga mía de la infancia, que murió por una enfermedad, durante el asedio a la ciudad en la que vivía. Las niñas y su profesora fueron invitadas a comer por las hadas. A las cuatro de la tarde decidieron emprender el vuelo de regreso a Taiva. Allí, les aguardaba el conde. Estaba un poco malhumorado. Habló a solas con Jana. Le dijo que la próxima vez que se alejaran del palacio durante más de dos horas, debía consultarlo con él, al menos, con un día de antelación. —Le pido disculpas, conde. No volverá a pasar. —No se preocupe. La culpa la tuve yo. Debí decirle que las niñas tienen algunos compromisos que cumplir, como aprender equitación y hacer visitas de cortesía a personalidades y lugares destacados. Eso, sin contar con la inquietud de mi hijo Frakto, que no sabía dónde estaban. Dijo el conde. Las prácticas continuaron. Unas veces en el bosque con las hadas imperiales, y otras, en diversos lugares de la ruta norte. Pero Jana ya no llevaba a las cuatro hadas, sino a las que ese día no tenían que hacer visitas de compromiso. Un día, la propia Jana acudió con Poly para ayudar a Toria a enseñar a las nuevas hadas reclutadas en la guardia del conde. Cleo acudió con Frakto a visitar un hospital. A Mercurita no le gustó que no contaran con ella para acompañar a su amiga. Anasti no dijo nada.

—Entiéndelo, niña. No creo que sea buena idea que ayudes a Toria a entrenar a sus compañeras. Dijo el conde. —Pero si ella y yo, ya somos buenas amigas. Nuestra enemistad es cosa del pasado. Sin embargo, el sonriente noble no se fiaba. —No estoy seguro de eso. Además, eres muy cabezota y podrías no estar de acuerdo con ella, dejándola en mal lugar, delante de sus subordinadas. Aprende de Anasti. Ella es muy buena y no protesta ¡Anda, id las dos a practicar un rato en la ruta norte! No se os olvide llevar los pasaportes. Los podéis necesitar. —¿No tiene miedo de que nos pase algo, yendo las dos, solas? Dijo Mercurita. El conde hizo un gesto y la miró, sonriente. —Tú eres muy espabilada y tienes una gran experiencia. Cuida mucho a Anasti. Os quiero ver aquí, antes de que se oculte el sol. Las dos hadas se miraron. No tenían otra cosa que hacer. Ya habían terminado las clases de equitación, y sin sus amigas, se iban a aburrir. Mercurita no mencionó que podrían acompañar a Cleo a visitar a los enfermos, por respeto a Anasti, que le daban pánico los hospitales. (A Cleo, también, pero comprendió que como prometida de Frakto, tenía que acudir). —Hagamos una barca mágica y sigamos practicando. —Sí. Pero solo durante un ratito ¿Eh? No sea que lleguemos tarde a comer, y tengamos que conformarnos con lo que haya sobrado. —Descuida. No pienso llevarme todo el día, dando vueltas. Menos aún, en pleno territorio imperial con lo poco que sé de su extraño idioma. Buscaremos un sitio, lleno de árboles, pero cercano a la frontera. Capítulo 3: El conflicto imperial

Mercurita y Anasti descendieron en el cruce entre Orian y la región imperial de Neiran. Apenas había gente. Anasti estaba un poco nerviosa, debido al ruido que producían los animales. Temía que hubiera algún oso, escondido, aguardando. El cruce estaba

situado en una estrecha cuesta, que formaba parte de un camino montañoso, repleto de árboles y arbustos. —Mal sitio hemos elegido hoy, Mercu. —Mejor. Así estamos más tranquilas. Al ver que no venía nadie, las dos haditas no tardaron en ponerse a charlar de sus cosas. —El padre de Poly no es que me caiga mal, pero ayer, cuando fuimos a visitarlo al campo, me fastidió un poco. Casi sin conocernos, me dio un azadón, y me puso a cavar. —Tú tienes un poco de culpa, Mercu ¿Cómo se te ocurrió, llamarlo “compadre”? —El se lo buscó. Nos trataba con confianza, como si nos conociera de toda la vida. Así que le dije, “hola, compadre”. Pero yo creo que no se molestó por eso. A ver si lo que le disgusta es mi amistad con su hija. —No le des más vueltas, Mercu. A lo mejor es que necesitaba ayuda. Como le diste confianza, te tocó. Tu rabieta no es nada, en comparación con lo que siento en mi interior contra el padre de Cleo. El muy hipócrita, tras fracasar en el intento de intimidar a mi padre para que me hiciera abandonar el puesto de dama de honor de palacio, y dárselo a su sobrina, quiere hacerse mi amigo, como si no hubiera pasado nada ¡No lo soporto! Menos mal, que Cleo está de mi parte. —Poly y yo, también estamos contigo, pero pensamos que deberías de tener un poco de paciencia con él. Después de todo, es su hermano el que lo mete en problemas. Yo creo que está, sinceramente arrepentido, de lo que hizo. —Ya veremos. Lo conozco muy poco. No esperes milagros en tan breve tiempo. Los minutos pasaron, sin que nadie circulara por aquellos contornos. Anasti no dejaba de mirar hacia abajo. Entonces recordó que los animales pueden oler la magia y eso les asusta. Se tranquilizó un poco. Pero temía que eso no fuera suficiente como para espantar a un lobo o a un oso hambriento. —Me sorprende el odio que sentía la reina por ti ¿Cómo es posible odiar a una alumna, simplemente, por ser una gamberra? Mercurita respondió: —¿Te acuerdas de las brujas de Wamian que vinieron a

buscarme el año pasado a Taiva? Tras derrotarlas en Sankar, les hice esa misma pregunta. La mayor de ellas me dijo que Denka cree que no me importa Lamokia, y que soy muy indisciplinada, pero muy popular. Por lo tanto, en caso de que el imperio o cualquier otro peligro amenazara a su reino, no podría contar conmigo. Quería expulsarme para que no difundiera mis creencias a otras alumnas e hicieran lo mismo. —Pero no es cierto ¿Verdad? Tú amas a Lamokia. —Desde luego, pero no la defenderé como la reina pretende. Acuérdate de lo que una vez nos contaron las antiguas alumnas que participaron en una batalla para derrotar a la poderosa secta "Los Dragones Rojos". Fueron obligadas a lanzar hechizos, sin ton ni son, en el sector más peligroso, hasta el agotamiento, por oficiales que no entendían de magia. Algunas de ellas no volvieron. Que nadie espere lo mismo de mí. No estoy dispuesta a hacer de carne de cañón en un ejército normal. Prefiero actuar de noche, junto a otras hadas más, saboteando el campamento enemigo ¡A mí, que no me obliguen a cumplir órdenes de militares ineptos! ¡Las órdenes las doy yo, al grupito que se me una o me designen! Eso, suponiendo que Neuria no esté también en peligro, porque de ser así, Lamokia tendrá que esperar. —Tendrás que hacer lo que te digan, no lo que tú quieras. —Entonces, que no cuenten conmigo. —O sea, que la reina tiene motivos de sobra para aborrecerte. —No, tanto. Las hadas somos libres. Nuestra obligación es servir a los demás, pero nadie tiene por qué obligarnos a hacer lo que no queremos. Menos aún, participar en una guerra. Nuevamente, silencio. Anasti sugirió regresar. La traviesa hada dijo que sería mejor esperar las dos horas, o podrían mandarles trabajos desagradables, como ayudar a limpiar el establo en el que estaban los caballos que usaban para practicar equitación. Hacía poco que el jefe de protocolo se había quejado de lo sucio que estaba. El encargado de limpiarlos estaba de vacaciones. Temía que si las veía muy temprano por la corte, les mandaría ese trabajo. —No me importa limpiarlos un día, pero se pueden acostumbrar, y mandarnos a hacer trabajos parecidos. No hemos venida a Taiva para eso. Bastante hicimos ayer, ayudando al padre

de Poly, que está deseando vernos otra vez, para mandarnos más faena ¡Ni hablar! —Tienes razón, Mercu. Es mejor quedarnos y esperar las dos horas, aunque nos aburramos. —No sería mala idea que practiquemos la magia y repasemos lo aprendido, para olvidar nuestros problemas ¿Hay algún hechizo que no entiendas? —Pues, sí. Hay varios...¡Espera! ¿Ves esa nube de polvo? Dijo Anasti, señalando hacia abajo. Entonces, oyeron un fuerte ruido. Unos jinetes cabalgaban a toda velocidad. Eran soldados. Se dirigían a Neiran. A lo lejos se escuchaban a unos tamborileros, además de los fuertes gritos de un coronel, dirigiendo el ritmo de marcha de la tropa. “Uno, dos, uno, dos, uno dos ¡Dos! Tres!” —A esos, ni se te ocurra ofrecerles tu ayuda. La mayoría son unos chulos de mucho cuidado. —Lo sé. No pensaba hacerlo. Dos jinetes pasaron de largo. Eran exploradores. Ambos miraron con mala cara a las niñas. Estas se asomaron y vieron a un montón de soldados seguir el mismo camino. —Están muy silenciosos. Cuando les va bien, suelen cantar con alegría. Parece que han sido derrotados o se baten en retirada. Será mejor que nos alejemos o pagarán su mal humor con nosotras. Dijo Anasti. —Prefiero no hacerlo. Si nos vamos, pensarán que les estamos ocultando algo. También Podrían confundirnos con espías. Es mejor permanecer quietas, como si nada. —Sí, quizás tengas razón. Parecía confirmado que estaban de mal humor. Varios jinetes más, se acercaron a las hadas. Uno de ellos, joven, que llevaba una pluma verde de suboficial en el casco, les dijo: —Niñas ¿Qué hacéis aquí, tan solas? ¿Dónde están vuestros padres? ¿No sabéis que cuando pase un ejército del imperio, tenéis que doblar la cabeza o arrodillaros? ¡Por Teofan! ¡Cuanta insolencia! Las hadas no entendieron las palabras del joven sargento, ya que este les hablaba en taikalo. Mercurita se lo hizo saber en daiko. El jinete la entendió, pero aumentó su desconfianza.

—¡Así que no sabéis hablar el idioma imperial! ¿Eh? ¡Seguidme, ahora mismo! Pero Mercurita no estaba de acuerdo. —Que yo sepa, no estamos haciendo ningún daño a nadie. Tampoco creo que vayas a llevarnos a algún sitio que sea de nuestro agrado. De aquí, no nos moveremos. Las palabras del hada, lo enfurecieron. —¡Entonces, ateneos a las consecuencias! Dijo, al tiempo que desenvainaba la espada. —¿No te has dado cuenta? Somos hadas. Eres tú, el que se tiene que arrodillar ante nosotras ¿A qué esperas? El jinete titubeó un poco, pero no dio su brazo a torcer. —¿De verdad sois tan importantes? ¡Demostradlo! Con mala cara, Mercurita le enseñó los salvoconductos. —Es posible que sea cierto que sois hadas, pero no pretendáis que agache la cabeza a vuestro paso. De hecho, estoy esperando a que me mostréis un poco de respeto o tendré que deteneros. Mercurita sonrió con ironía. —Estás muy equivocado. No tienes que agachar la cabeza, sino arrodillarte ¿Ha quedado claro, o te lo repito, otra vez? —No veo por qué debo hacerlo. Sois unas niñas, y yo pertenezco a la nobleza. —¿A la nobleza dices? ¡Huy, amigo, qué mal te veo! Precisamente, los nobles son los que tienen que dar ejemplo y arrodillarse primero a las hadas, y con más elegancia. No es cuestión de edad, créeme. —¿Bromeas? No me voy a arrodillar. Mercurita notó inquietud en el ánimo del joven oficial, y su puso a farolear un poco más. —¿Hablas en serio? No solo no te has arrodillado, sino que nos tratas con malos modales, encima amenazas con detenernos, y desenvainas tu espada para intimidarnos, o tal vez, herirnos. Tanta desfachatez está penada, creo recordar, con cien latigazos y la expulsión del ejército. También te marcarán la espalda con un sello al rojo vivo con el emblema del águila imperial, en el que ponga “Persona ingrata al imperio”. Cuando vean tu espalda, las mujeres no querrán ni acercarse a ti. Todo esto que te digo, tú deberías saberlo ¿No te lo han enseñado en la academia militar?

¿En cuál de ellas estudiaste? El jinete se quedó sin palabras. Mercurita siguió hablando. —Si yo fuera una chivata, lo estarías pasando muy mal. No lo soy, pero como te veo dudar de mi palabra ¿Qué te parece si le preguntamos a ese del plumero rojo, a ver que opina? Creo que es un capitán. ¿Le preguntamos? Dijo, insistentemente. El asustado suboficial se bajó del caballo y se arrodilló ante las niñas. Estas devolvieron el saludo, bajando la cabeza. El capitán, extrañado, llamó al tembloroso jinete. Mercurita intentaba aguantar la risa. “¿Qué haces? Solo hay que saludar a las hadas y hados con mucha experiencia mágica, no a unas aprendices ¡Te han tomado el pelo!” Los soldados que pasaban al lado de las hadas también se reían con disimulo. Lo mismo pasó con varias elegantes mujeres, que se quedaron mirando con asombro a las niñas. Un oficial que iba con ellas, les pidió por señas que bajaran las cabezas. Las haditas obedecieron. El hombre burlado pasó cerca de ellas, hacia adelante, sin mirarlas. Estaba rojo como un tomate. El capitán que lo regañó, miró a las niñas, sonriente. Les hizo gestos para que agacharan la cabeza. Una vez más, las haditas obedecieron. El grupo hizo una pausa para tomar agua y descansar unos minutos, Las haditas observaban a la tropa a corta distancia. —Parece que servir a la patria es agotador. Dijo Anasti. —Sí, pero para los que sean patriotas. Estos son todos mercenarios, mal pagados, que en su mayor parte proceden de Darania. En Neuria cobran, casi el doble, y eso que no están en guerra, salvo alguna que otra escaramuza, de vez en cuando, con los loitinos. Las burlonas palabras de Mercurita sentaron mal a los militares que estaban cerca. La miraron con mala cara. —Esos de las armaduras brillantes deben ser los oficiales. Tienen aspecto de estar curtidos en cuestiones guerreras. —Las apariencias engañan, Anasti. Muchos de ellos son unos recomendados que de guerras entienden poco, y mandan con frecuencia a sus hombres a mortales encerronas. Las armaduras brillantes son blancos preferentes para los tiradores. Son las desventajas de ser soldado de caballería. Al más mínimo error,

van del tirón al matadero. Uno de los jinetes que llevaba una armadura sin decoración, no se pudo contener. —¡Un poco más de respeto, niña! ¡No te cuesta nada ser más amable con estos hombres, que se juegan, constantemente, la vida al servicio del imperio! —Perdona, amigo, pero estaba hablando con mi amiga, no contigo. Te has metido en una conversación privada. —¡No te hagas la tonta, que eso está muy visto! Si quieres llamar la atención, no lo hagas de esa manera tan desagradable. Se os ha olvidado arrodillaros ¿Eh? Anda, hacedlo, e iros a dar una vuelta. Tras cumplir con el mandato, el enojado desconocido se alejó de las niñas. —Nadie debe arrodillarse ante un hada, pero un hada, tampoco se debería arrodillar ante nadie. Dijo Mercurita en voz baja a su amiga. Una voz burlona la interrumpió. —¿Te gusta buscar meterte en problemas, niña? —¡Flint! ¡Qué alegría, verte de nuevo! Te presento a mi amiga y compañera de estudios, Anasti. Flint era el jefe de una cuadrilla de magos mercenarios, llamada “Los Perros Locos”. Cuando Mercurita lamentó que Parmio no estuviera con ellos por cuestiones de honor, se echaron a reír, ruidosamente. —¿Cuestión de honor, dices? No, niña. Es que nuestro compañero estaba “coladito” con una bruja de Antea, llamada Jana. Ella fue a tu escuela a enseñar la magia, y él la siguió, en vez de quedarse con nosotros. Tengo entendido que no le va bien. —Pues no. Hace unos días, la propia Jana nos ha confirmado que no le gusta. Pero Parmio dijo que el enemigo contra el que vais a luchar está en su lista de excepciones. —Una lista de excepciones tiene muchas formas de ser interpretada. Parmio no puede luchar contra “lord Plumbio”, pero nada le impide guerrear contra otros señores de la guerra que luchan con él, explorar el terreno o ejercer otras funciones en las que no vaya a encontrarse, cara a cara, con el jefe enemigo, ni su ejército personal. Si continua así de indisciplinado, acabaremos

por echarlo del grupo. Cuando lo veas, díselo de mi parte. Flint les presentó a los miembros de su cuadrilla. Eran siete, en esos momentos. A Mercurita le llamó la atención uno que vestía de rojo, no tenía más de veinte años, y no hablaba. —Este es “Baranio Kendan”, alias, “Mudito”. Hace unos tres años, aproximadamente, una flecha le hirió en el cuello, impidiéndole hablar. A cambio de eso, sus facultades mágicas han aumentado. Es un campeón. Le espera un brillante futuro ¡No hablo por hablar! ¿Eh? Es la verdad, pura y simple. Dijo, mientras le daba una palmadita en el hombro. —Te creo. Es evidente que la imposibilidad de expresarse con palabras facilita sus habilidades mágicas. El mago mudo hizo un sonriente gesto afirmativo. A la traviesa hada le aguardaba otra sorpresa. Otro mago de la cuadrilla era Tendo Sansan, un mago con el que tuvo un enfrentamiento, años atrás, cuando daba clases en la escuela. Pero Tendo no guardaba rencor a Mercurita. Al contrario, se alegraba de verla. —¡Dame un abrazo, niña! Hay que ver cómo has crecido. Tras los saludos, los magos emprendieron la marcha. Toda la conversación fue seguida con atención por el jinete cuya armadura no portaba insignias de oficial. A lo lejos vino otro caballero, seguido por varios más. Este, sí que portaba una elegante armadura. Aparentaba tener poco más de cincuenta años. Llevaba una barba blanca con algunas vetas grises. Anasti lo reconoció, en seguida. —¡Es “Barbicano”, el mejor general del imperio! —¿Lo conoces? —¡Desde luego! Su canosa barba es inconfundible. A principios de invierno vino a Taiva. Creo recordar que estuvo interesado en comprar unos caballos al conde para la escolta montada del emperador. Cleo y yo, estuvimos presente en las negociaciones. También fue invitado a cabalgar en varios de ellos para que los valorara. Se llevó una buena impresión. Barbicano, al que sus soldados llamaban cariñosamente “Barbi” pasó con aspecto serio junto a la tropa. Al ver a Anasti, sonrió durante unos segundos, y le guiñó un ojo. El caballero de la armadura sin adornos lo llamó por señas. Estuvieron durante un

rato, hablando en voz baja. —El caballo de ese hombre que está hablando con “Barbi”, es taivo. Fíjate en el color grisáceo de su pelaje. Dijo Anasti. De repente, escucharon unos fuertes gritos. Un soldado conducía a un prisionero, encadenado. Este, apenas podía andar. —¡Vamos, gandul, muévete! Las hadas se conmovieron al verlo. —¡Eh, no seas bruto! ¿No ves, que no puede más? —Este hombre está arrestado. Así aprenderá a ser más obediente y fiel cumplidor. El veterano general, al oír las protestas, intuía que iba a haber problemas. Siguió cabalgando para seguir la inspección. Un oficial se acercó a las hadas. —Dejad de molestar. Este hombre va camino de los calabozos por portarse mal. No es un esclavo, si es eso lo que estáis pensando. Anasti guardó silencio. Su amiga, no. —¿Qué es lo que ha hecho? —No te interesa, niña. Mercurita insistió. El oficial optó por ignorarla. La traviesa hada siguió preguntando en voz alta a los soldados que pasaban. Nadie le hizo caso. Pero al ver que el caballero de modesta armadura iba a marcharse también, el hada caminó hacia él, lo agarró por una pierna, y le dijo: —Vos sois el emperador ¿Verdad? El hombre quedó muy sorprendido. —¿Qué te hace pensar eso? —Porque lleváis puesta una armadura sin nada que permita presagiar vuestra identidad. Seguramente, queréis pasar desapercibido; el casco que lleváis, ni siquiera tiene plumero. Parecéis un caballero que siente vergüenza de serlo. En cambio, montáis un excelente caballo de Taiva. Son detalles muy contradictorios que parecen indicar un intento de ocultar algo. Tampoco habéis saludado a Barbicano, que se supone, es el jefe de toda esta tropa, ni a ningún oficial que ha pasado cerca. También he oído que a su alteza imperial le gusta estar lo más cerca posible de sus hombres cuando está en campaña. Un capitán se enfadó con Mercurita.

—¡Pero niña! ¿Cómo te atreves a hablar de esa manera a…? Dijo, interrumpiéndose. El jinete hizo un gesto, y sonrió. —No pasa nada, capitán. Ella está en lo cierto. En verdad, lo adecuado para mi indumentaria, sería montar en un burro. Sí, soy el emperador. En mi esfuerzo por no ser reconocido, lo que he hecho, ha sido llamar más la atención de esta observadora hadita. El capitán aguantó la risa. El soberano pidió al hada que le soltara el pie. Esta, obedeció. —Bueno, niña. Ya sabes quién soy. Imagino que quieres decirme alguna cosa ¿No es así? —Sí, eso es. Ese cautivo me da mucha lástima. —¿Sabes lo que ha hecho? Yo te lo diré. Desobedeció una orden. Eso en todos los ejércitos está, severamente, castigado. —A lo mejor no la entendió bien. —Es posible. Pero debió de preguntar. Mercurita insistió, una y otra vez ¿Cuál era el terrible delito de aquel hombre? ¿Era posible dejarlo libre? Barbicano acudió, de inmediato. Ante la interrogante mirada del emperador, hizo un discreto gesto afirmativo. Harto de la insistencia del hada, y presionado por las discretas miradas de compasión de sus oficiales, el soberano optó por perdonarle el castigo. —De acuerdo. Liberaré a este hombre. Pero no por ello, se va a librar de cumplir con su obligación. El cautivo agradeció con la mirada la intervención de Mercurita. Un capitán llamó a un suboficial. —Sargento, llévelo con los exploradores. El veterano general se puso a hablar con Anasti. Se alegraba de verla, y le aconsejó que estudiara mucho. También dijo que sería recomendable que se fueran de ahí, lo más pronto posible. El emperador podría sentirse molesto. Las palabras del brusco sargento de exploradores llamaron la atención de la traviesa hada. —¡Presta atención, miserable! Vas a ir a esta zona ¡Pobre de ti, como se te escape un solo detalle! ¡Quiero que cumplas mis órdenes con la precisión de un maestro relojero! ¡Ahora, muévete! Dijo, tras enseñarle un mapa al detenido.

Mercurita estaba llena de indignación. —¡Pero, bueno! ¡A ver si te crees que va a ganar la guerra, él solo! No seas tan duro. Lo que el hada no sabía es que el sargento era así de brusco, y que lo había mandado a una simple misión de reconocimiento del terreno. El emperador intuyó que Mercurita podría ofrecerle algún tipo de ayuda, y aprovechó la ocasión. —Pequeña, te he hecho caso. Este hombre se ha librado de la horca, pero es lógico que una vez libre, siga cumpliendo con su deber. Deja al sargento hacer su trabajo. —¡Un momento! ¿Es que va a ir él solo a luchar? —Este hombre tiene que hacer alguna gesta heroica para ganar mi perdón. Dijo el emperador, guiñando un ojo al sargento. Le he dado la libertad, pero condicionada a su fiel cumplimiento del deber. —Entonces, déjenos a mi amiga y a mí, que vayamos con él, y le ayudemos. Debe de estar muy cansado. —De acuerdo. Podéis ir. Al ver que las dos hadas se disponían a hacer una barca mágica, el emperador alzó la voz. —¡A ver! ¿Qué estáis haciendo? —Llevarlo a Taiva. El pobre no se ha afeitado en, al menos una semana, y lleva unas ropas miserables. Cuando esté limpio y aseado, regresaremos. —¡De eso, nada! Si vais a ayudarle, que sea aquí y ahora. Esto es zona de guerra, y en un descuido puede pasar cualquier acontecimiento inesperado. —Es que tenemos que regresar. El conde, pronto nos echará de menos. Dijo Anasti. El emperador dijo que él podría mandar un mensajero, informando a Remesko de lo ocurrido. Mercurita aceptó con resignación. Anasti no dijo nada, pero era evidente que estaba disconforme. —¿Sabes en el lío que nos hemos metido, Mercu? —Me lo imagino. Pero se trata de salvar la vida de un hombre, que a juzgar por lo que veo, puede ser injustamente ejecutado, en cuanto nos demos la vuelta. No veo muy fiable a este emperador. Habla con palabras engañosas.

—Tú no conoces al conde como yo. Detesta al emperador, aunque no lo dice delante de todos. Ya verás la gracia que le va a hacer cuando sepa que le estamos ayudando. Dijo Anasti en voz baja a su amiga. En Taiva, el conde Remesko estaba impaciente. Empezaba a oscurecer. Mercurita y Anasti aún no habían llegado. Poly lo tranquilizó. Sus voces le decían que estaban bien, y pronto tendrían noticias de ellas. —Eso espero. Si dentro de quince minutos no vienen, mandaré a alguien a buscarlas. Entonces, oyeron el fuerte galope de un caballo. Era un mensajero del emperador. El texto del mensaje decía lo siguiente: “Estimado conde: En el día de hoy, tus protegidas las hadas Mercurita y Anastasia se han ofrecido para ayudar a la causa imperial de esa terrible plaga que son los molestos bandos rebeldes, de ideas estúpidas y ambición ilimitada, cuyas acciones nos perjudican a todos. Si te decides a mandar algún tipo de ayuda más, te lo agradeceré, encantado. Saludos. Otak IV, emperador de Neiran.” Remesko no podía creerlo. Poly quiso saber más, y preguntó al mensajero. Este confirmó que las había visto con sus propios ojos, y dio detalles que confirmaban que decía la verdad. Remesko dio las gracias por las noticias. Cuando el mensajero se alejó, dio un golpe en la mesa, lleno de ira. —¡Dichosa Mercurita! ¿Por qué tiene que meterse en asuntos que no le conciernen? Al ser mi protegida, me involucra directamente en las “batallitas” del emperador ¡Cuando venga esa estúpida niña, se va a enterar quién soy! Era la primera vez que Poly y Cleo escuchaban a Remesko hablar en esos términos de su amiga. Trefio, el jefe de protocolo, lo tranquilizó. —Mi señor, no os pongáis así. No hay mal, que por bien no venga. El emperador siempre se ha quejado de que nunca habéis mandado ayuda a sus necesidades. Pues bien, ahí la tiene. —Sí, pero en otros reinos podrían pensar que me he pasado al bando imperialista.

—Con todos mis respetos, conde; eso sería, si fuera ayuda militar. Pero las dos hadas están cumpliendo una misión de reconocimiento y exploración. Lo mejor que podéis hacer es esperar, mi señor. Algo más tranquilo, el noble decidió seguir el consejo de Trefio y tomó asiento. Mientras tanto, en los espesos bosques de la frontera entre Orian y Neiran, las dos hadas acompañaban a su nuevo amigo en su misión. Se habían tenido que quitar sus uniformes de hadas y ponerse unas ropas de color marrón que les estaban grandes, pero eran más adecuadas para el camuflaje en el bosque. El hombre no tenía palabras para agradecerles lo que habían hecho por él. Tras unos segundos, indeciso, se animó a hablar. —Gracias, haditas. Muchas gracias por haberme salvado. —No tiene importancia ¿Cómo te llamas? —Mi nombre es Breko Ansalio. Soy cuidador de dragones de los ejércitos del imperio, y tengo diecinueve años. Breko tenía el pelo de color castaño, casi negro. Medía aproximadamente, 1,65 metros de alto. Mercurita se llenó de asombro al escuchar su oficio. —¡Eh! ¡Qué interesante! Seguro que tu vida laboral está llena de emociones. Pero cuéntanos ¿Cómo es posible que alguien con un trabajo como el tuyo, se metiera en un lío que pudo costarle la vida? —Es una historia un poco larga, que de interesante no tiene mucho. Si tuviera que escribir un libro contando mi vida laboral, lo titularía “dragones y acero”. Esas dos cosas son una constante monotonía. Dragones a los que cuidar y alimentar, y el ajetreo de las armas de los soldados y caballeros en el patio del campamento. Todos los días, lo mismo. —Cuéntanos más. Seguro que tu historia es más bonita de lo que te crees. Capítulo 4: Dragones y acero

Mi historia empieza hace dos años. Ese tiempo llevo cuidando dragones al servicio del imperio. Siempre me han

gustado los animales. Pero los dragones son impresionantes y orgullosos. Limpiarlos es sumamente desagradable. Mis compañeros y yo, nos turnábamos en las tareas de limpieza de los recintos donde se alojaban. Pagaban muy bien, ya que el trabajo no está exento de riesgos. Su excesivo mal olor corporal puede matarte. Las sofisticadas bestias no dudan en protestar, malhumoradamente, si la limpieza no es de su gusto. Lo mismo pasa con la comida. Es increíble la cantidad de alimentos que consumen. Los soldados del campamento nos guardan la distancia. Dicen que olemos mal. Tal vez, sea cierto. Estamos tan acostumbrados a tratar con dragones, que no somos conscientes de eso. De todas formas no nos gastan bromas pesadas, quizás por temor a la ira de los dragones, que nos aprecian. A principios de año comenzó la ofensiva del emperador contra los rebeldes de Orian. Al inicio, los cogió por sorpresa, y cedieron terreno. Nos trasladamos a Farmos, en la frontera. Desde allí, volaban los dragones en apoyo de los ejércitos, causándoles estragos. De vez en cuando, nos visitaba el emperador. Era muy optimista. Pensaba que por fin acabaría con los rebeldes. Sus estrategas no compartían esa opinión, pero el soberano de Neiran no les hacía caso. Su peor rival era su hermanastro, Arvan, “lord Plumbio”, o simplemente, “lord Arvan”. Los rebeldes huían en masa hacia las islas de alrededor. Cuando recuperaban fuerzas, desembarcaban, y pasaban al contraataque, ganando el terreno perdido. Era la técnica habitual en ellos. El emperador necesita una buena marina. Se lo han dicho en muchas ocasiones. Pero no tiene dinero ni confía en los barcos de guerra. A veces, manda a los dragones para que ataquen las islas con la esperanza de asustar a los rebeldes. Dichos ataques suelen tener las consecuencias más variopintas. Unas veces, los rebeldes se limitan a esconderse. No es mala idea, ni mucho menos. Los dragones también se cansan, y sus llamas de fuego no son inagotables. Además, tienen que acercarse a 50 ó 60 metros de sus víctimas. Cuanto más cansados estén, menos efectividad tendrán. Los mosquetes y barcos balista de los rebeldes también los hacen desistir. Otras veces, los dragones enemigos, los derrotan, o les convencen de que se unan a ellos. O simplemente, hartos de

recibir heridas, no vuelven. Algunos dragones, tras morir sus jinetes y no queriendo volver, se hicieron amos y señores de islas pequeñas, tiranizando a la población. En esa clase de enfrentamientos ocurre de todo, menos una victoria total. Pero Otak IV no quiere ver la realidad. Se cree tan buen estratega como lo fue su padre. Cree que necesita más y más dragones. A veces, los cuidadores hemos recibido quejas injustas cuando estos han decepcionado a los generales. Se nos pide, constantemente, que los tratemos bien. Eso hacemos, pero no tienen en cuenta que ellos también tienen sus sentimientos. Se consideran mucho más que máquinas de guerra. Pese a todo lo dicho, el emperador cree que su ofensiva por sorpresa va a tener éxito. El muy ingenuo llegó a tiempo de bloquear algunos puertos, pero no pudo atacar otros. Cree tener acorralado y disperso al enemigo entre los bosques y aldeas de Orian. Como si no supiéramos ya, que la mayoría de ellos están en las islas. Pero eso no debería importarnos a nosotros. Los mismos dragones nos lo aconsejaban. “Vosotros cumplid con vuestro trabajo. Eso no os hará daño. El emperador sabe de sobra lo que tiene que hacer. Nadie tiene la culpa de que no lo haga.” Esas palabras las dijo “Leocadia”, la “reina” de dragones de mi grupo. Cada grupo tiene su “rey” o “reina”. Aunque los generales prefieren que sea hembra, pese a las protestas de la tropa. Leocadia era especialmente rigurosa. En el tiempo libre solía volar por el campamento. A corta distancia del suelo se ponía a gritar con frecuencia: —¡Qué peste, por Yreana! ¡Huelo a macho en celo! ¡He dicho que aquí huele a macho en celo! ¡Todos al baño, ahora mismo! La tropa solía protestar. —Oye, “Leo”, hace solo seis semanas que me bañé. Además, los médicos dicen que el agua ablanda los cuerpos y eso facilita la transmisión de enfermedades. Pero con un dragón no se puede discutir. Ni siquiera es necesario que recurran a la violencia. Su voz de trueno, aunque sea hembra, desecha tal posibilidad. —¡Cómo se nota que eres nuevo! Será la última vez que me

digas una barbaridad así ¡Al agua, de cabeza! Con resignación, los soldados iban a sus tiendas a coger las toallas y enseres, ante la sonriente mirada de los mandos y oficiales. A continuación, la dragona volaba cerca de ellos, y les decía en voz baja: —Luego, vosotros ¿Eh? Después, solía volar hacia la cocina para advertir al personal. —No se os ocurra usar agua del río, hasta dentro de un buen rato. Pronto estará sucia, como el petróleo. Los soldados se están bañando. Esperad a que la corriente se lleve la suciedad. Tal vez os preguntéis si la tropa trataba con respeto a los dragones con graduación. Pues, no. Les hablaban de tú, como a cualquier otra persona, aunque obedecían sus órdenes. A los dragones les molesta que les hablen de usted o se pongan firmes ante ellos. Algunos pasan el tiempo libre, tumbados en el suelo, conversando con la tropa e incluso ayudándoles a jugar a las cartas, al ajedrez u otros juegos. Tampoco permiten las novatadas y abusos. Por todos esos motivos que he mencionado, los oficiales y generales, prefieren que el jefe de dragones sea una hembra. Ella no se conformaría jamás con mandar solo a su grupo. También quiere que sus compañeros de armas estén en buenas condiciones. Pero eso, sí, las órdenes de batalla, las da el general. Hace poco, tuvimos un fuerte enfrentamiento con el ejército de “Verán V”, el elegido de Shiamiun. Verán fue cogido por sorpresa. Barbicano atacó como una tromba. Las tropas rebeldes no eran rival para nuestro ejército, pese a su superioridad numérica. Eramos 25.000 contra 33.000. La gran mayoría de los piqueros enemigos eran novatos que pronto se vieron desbordados por la destreza de las tropas imperiales. El jefe enemigo se apresuró a pedir ayuda a lord Arvan. Pese a la prisa que este se dio, no pudo evitar que su aliado perdiera la batalla, y que la ciudad cayera en menos de tres semanas de asedio. Pese a ser una ciudad grande, sus viejas murallas no resistieron los impactos de las balas de cañón. De todo ello me informaban los dragones, gozosos por sus victorias. Uno resultó herido por una gruesa bala de mosquete, disparada por el

centinela de una muralla, y se negaba, furiosamente, a que el veterinario lo curase. —¡No me toques o te arrancaré la cabeza, matasanos de mierda! ¡Te lo advierto! A Leocadia no le gustaron esos modales. —Haga su trabajo, doctor. Le garantizo que no le va a tocar ni un solo cabello. El veterinario me pidió que alumbrara con una vela. Luego dijo que había que extraer la bala. Eso le dolería. —Pues extráigala. No se preocupe. No dirá ni pío, ni protestará. Dijo Leocadia, mirando con fiereza a la bestia herida, retándola a dejarla en mal lugar. El asustado dragón fue dócil como un perrito. Se le salían las lágrimas de los ojos, seguramente, por el dolor. Cuando el galeno se fue, Leocadia pidió a mis compañeros cuidadores y a mí, que saliéramos del recinto. Antes de salir, pude ver cara de pánico en el dragón herido. Era señal inequívoca de que su jefa estaba disgustada por sus malos modales, y lo iba a castigar con violencia. El aterrador griterío que se escuchó después, así lo confirmaba. Al enterarse de la victoria, el emperador informó de que en breve, acudiría a visitar a la tropa, y a condecorar a los valientes. Eso nos puso de mal humor. Recuerdo que escuché a un soldado, decir a otro: —¿Por qué no se queda en su palacio, con sus novias? ¡Ya verás como ese pájaro de mal agüero nos complica la vida, y hace alguna cosa mal! Los dragones y sus cuidadores dejamos el campamento y nos trasladamos a la ciudad. Le pregunté a Kuran, el dragón herido, por su salud. —Estoy la mar de bien. La herida se me está curando. —¿Te castigó con dureza Leocadia? Le pregunté. Kuran volvió la cara sin decir nada. Era evidente que no quería hablar de eso. Otro dragón, Kringa, tomó la palabra. Era nuevo. —Noto un gran malestar por la visita del emperador. Eso debería de ser un gran honor para vosotros. Humanos, no os entiendo ¿Me lo podéis aclarar?

Antes de que mis compañeros o yo tomáramos la palabra, respondió con ironía, el propio Kuran. —Es que su alteza imperial, Otak IV, es aún más riguroso que Leocadia ¿Qué digo? Nuestra querida jefa es difícil de entender, pero tiene su lógica. En cambio, las ordenes del emperador, no tienen ni pies ni cabeza. —Haz el favor de ser más respetuoso o te llevarás otra paliza como la que te di, hace varios días. Dijo la jefa de dragones con severidad. —Perdona, Leo. No sabía que te ibas a ofender por decir que eres algo sofisticada. —No es por mí. Ya me he acostumbrado a tus absurdos comentarios. Es por el emperador. No toleraré que le faltes el respeto. Menos aún, delante de los humanos. Tras el éxito, vendrían las celebraciones. Barbicano había prohibido que durante la fiesta para celebrar la victoria se tomaran más de tres vasos de cerveza. El que desobedeciera esa orden o se emborrachara, se llevaría cien latigazos y sería expuesto, casi desnudo, en la plaza mayor de la ciudad, durante una semana. Pero el alegre Otak hizo una excepción. Estaba lleno de júbilo por la captura de la importante ciudad. —No sea tan duro, general. Los hombres se han esforzado mucho. Se merecen más que tres vasos aguados de cerveza. De nada sirvieron las protestas de Barbicano. El emperador temía un motín si no se celebraba una fiesta en condiciones. También ordenó algo que ninguna otra persona en su sano juicio, habría hecho antes. Invitar a beber cerveza a los dragones. Semejante líquido no escaseaba en la ciudad. Las bodegas estaban llenas. El derrotado elegido la tenía almacenada para regalársela a Arvan, en premio por su ayuda, que no llegó a tiempo. Algunos oficiales temieron que estuviera envenenada. Por ello, invitaron a muchos ciudadanos a que bebieran un vaso. Pero sus temores estaban infundados. Un par de horas antes de celebrar la fiesta, fui junto a varios de mis compañeros a buscar paja para los dragones, montados en un carro. Por el camino tuvimos que soportar las miradas de odio de los habitantes. También vimos a los soldados, que les obligaban a sacar sus pertenencias a la calle.

Cuando llegamos a la dirección que nos dieron, encontramos cerca a varios miembros de una compañía de espadachines mercenarios. El oficial nos habló con desprecio. —¡Qué bien vivís! Seguro que mientras los demás nos jugamos la vida, vosotros cobráis un sueldazo por limpiarle los dientes a los dragones, una vez al mes ¿A que sí? Sus hombres echaron a reír, mientras mis compañeros y yo, protestábamos. Nuestro trabajo era constante y desagradable. No nos gustó lo que había dicho de nosotros. El oficial mercenario se burló de nuevo. —¡Oh, vaya! Los señoritos se han ofendido ¡Anda, tú, ven aquí! Quiero pedirte un favor. Dijo, señalándome. La orden consistía en quedarme vigilando el interior de una bodega hasta que alguien viniera a relevarme. Le dije, respetuosamente, que no podía ser. Tenía que cumplir con mi encargo. El oficial siguió hablando, irónicamente. —Ya veo. Sois cuatro personas para cargar con la paja. Supongo que los fardos deben de pesar toneladas. —Tanto, no. Pero creo que si nos ayudarais, acabaríamos más pronto de cargarlo. Dijo un compañero. Tras esas palabras, cambió de actitud, y se puso furioso. —¿Qué os habéis creído? No somos vuestros esclavos, si es eso lo que estáis pensando ¡Apestosos holgazanes! ¡Oléis mal! El olor a dragón os ha vuelto tontos ¡Solo os estoy pidiendo que uno de vosotros se quede, durante un rato, de guardia en esa bodega! En seguida volvemos. Luego, le quitó un casco y una lanza a uno de sus hombres. Me entregó ambos objetos con brusquedad. —¡Toma! De ahí no te muevas, hasta que vengamos a relevarte ¡Pobre de ti, como no nos obedezcas! El interior de la bodega estaba lleno de objetos de todo tipo. Era una parte del botín. Pero también había tres mujeres y tres niñas. Se asustaron al verme. Lo peor de todo fue que nadie vino a darme el relevo. Comprendí que los mercenarios me la habían jugado. Al parecer, recibieron el encargo de quedarse vigilando, pero me dejaron a mí, mientras ellos participaban de la fiesta de la victoria. En cuanto a las personas que estaban en la bodega, sospeché que eran prisioneras que aguardaban un oscuro destino,

de un momento a otro. Sentí lástima por ellas. Algunas, lloraban. Quise ser amistoso, y les hablé. Apenas me decían cosas distintas a “sí”, “no”, “puede ser”, etcétera. Estaban muy asustadas. El ambiente era húmedo. Aparte del enorme tesoro amontonado en un rincón, no parecía haber muchas cosas más de valor. Los barriles de cerveza fue lo primero que se llevaron nuestras tropas. Una pequeña ventana era la única iluminación. Pronto se haría de noche. Temí que aprovechando la oscuridad, las mujeres intentaran agredirme. Pero exceptuando a las niñas, que se pusieron a jugar en un rincón, las otras, apenas se movieron del suelo, que era donde estaban sentadas. Calculé que sería medianoche cuando escuché un golpe en la puerta. No era el relevo, sino dos de mis compañeros cuidadores de dragones; Aldo y Lukit. —Hola, Breko. Veo que esas ratas, aún no te han relevado. Toma, te hemos traído comida. Les di las gracias y les pregunté si habían traído una manta y velas. Señalé al fondo del rincón, donde estaban las mujeres. —No las había visto. Está tan oscuro, que no se ve nada a menos de medio metro. Es inhumano lo que han hecho estos mercenarios. Voy a ver si encuentro mantas y comida para ellas. Dijo Lukit. Cuando se disponía a salir, vio unos sacos llenos de monedas. No pudo resistir la tentación de coger uno. —Con tu permiso, Breko, voy a llevarme un saquito. Este dinero no parece que lo hayan contado, así que no lo notarán. Protesté. Temía que sí lo estuviera. En cuyo caso, me culparían a mí de su desaparición. Aldo encendió una pequeña vela. Miró a su alrededor y vio un par de balanzas. Imitando a Lukit, cogió otro saquito. —Este es mío. Mi familia lo está pasando mal y necesita el dinero. Nadie lo va a notar. Las bolsas están tiradas por el suelo. Esas balanzas demuestran que lo iban a pesar para ser contado. Te aconsejo que hagas lo mismo que nosotros, y cuando salgas, llévate una bolsa. —No sé qué deciros. Si fuera así, los mercenarios se las habrían llevado también. Lukit dijo, despectivamente:

—¿En serio crees que no la han hecho ya? Seguro que antes de que tú entraras, había mucho más botín. —Sí, eso creo yo, también. No te preocupes, este dinero no está destinado para socorrer a los pobres ni a los ciudadanos necesitados. Seguramente será para financiar las orgías del emperador ¡Y pensar que en más de una ocasión he tenido que esperar cinco meses o más para cobrar mi miserable sueldo de un mes! Dijo Aldo, furioso. No dije nada. Esperé que la cosa fuera tal y como dijeron mis compañeros, que quedaron en volver para traernos lo que les pedí. Le preguntaron a la mujer de más edad, que probablemente era la madre de las niñas, si necesitaba alguna cosa en especial. Esta pidió que trajeran comida y agua, pero si podían traer leche para las pequeñas, también. Cuando mis compañeros se fueron, aproveché para comer. También bebí un poco de cerveza. No mucha, para no quedarme dormido ni emborracharme. Hora y media después, regresaron. —Toma, Breko. Ahí tienes tu manta. En cuanto a la comida para las prisioneras, solo he podido traer unas cuantas manzanas y un saco de pan duro. Lo siento, no he podido encontrar más. Está todo muy vigilado ¡Ah, sí! Traigo tres mantas para ellas. No sé si serán suficientes, pero con un poco de ingenio, podrán apañarse bien. En este barrilito de cerveza, vacío, hay agua. Al ver las manzanas y el pan, los niños corrieron hacia donde estaba el saco de la comida. Cuando mis compañeros fueron hacia la puerta, no pudieron resistir la tentación de llevarse algunas bolsas. Aldo quiso llevarse varias más, pero Lukit lo contuvo. —¡Detente! Con que nos llevemos otra, basta. No hay que ser tan mal compañero. Pondríamos en apuros a Breko. —Es verdad, perdona. Es que resulta tan tentador... Pasaron las horas. Las mujeres consiguieron alinearse, adecuadamente, y dormir tapadas con las tres mantas. Pero la mayor de todas se quedó sentada en su sitio, velando por las demás. Temí quedarme dormido y que me sorprendieran. Así que le entregué mi manta. Me dio las gracias con una sonrisa amistosa. Ya se había dado cuenta de que no tenía malas intenciones. Estuve dando vueltas, de un lado a otro. Solté el casco y lo

dejé en un rincón. Poco tiempo después, también solté la lanza. Me aburría, horriblemente. Aún quedaba cerveza. Eché un trago. Para matar el aburrimiento, abrí la ventana y me puse a mirar el cielo. Estaba algo nublado pero podía verse la luna en cuarto creciente y las estrellas. Se escuchaban gritos y ruidos lejanos, tal vez, provocados por soldados borrachos. Me llevé un sobresalto, al ver una sombra tapar la luna, al tiempo que escuchaba un siniestro aleteo. Pero no había motivo de alarma. Era un dragón que quizás se encontrara también bebido. Eso me intranquilizó, un poco ¿Cómo se comportaban los dragones cuando se emborrachaban? Seguramente, darían más problemas de los que suelen dar. Al verme sobresaltado, la mujer me preguntó qué ocurría. Le dije lo que había visto y oído. Ella se limitó a responderme con un breve “¡Ah, vale!” Tras lo cual se dejó caer en la pared. Me quedé un rato escuchando. No dejaba de oír gritos lejanos ¿Es que esos borrachos no se iban a callar nunca? Cada cierto tiempo echaba un breve trago de cerveza. Pensé que no estaba borracho, pero los hechos posteriores demostraron que un poco, sí que lo estaba. Me sentía furioso. Esos puercos mercenarios estarían divirtiéndose, mientras yo vigilaba a las mujeres, a las que tal vez venderían como esclavas o recibirían un tratamiento indeseable. Me sentía indignado al pensar que las niñas también, pese a no tener culpa de nada. Así que ¿Por qué, no dejarlas en libertad? En cuanto a los mercenarios ¡Bah! Esos tipos, seguramente, estarían borrachos y no se acordarían de nada cuando vinieran a relevarme, si es que venían. Me propuse irme de ahí, sin más, si al amanecer no me relevaba nadie. Me acerqué a la adormilada mujer, y le dije: —Despierta. Voy a dejaros marchar a ti y a tu familia. Ella no daba crédito a lo que oía, y me preguntó si hablaba en serio. Le dije que sí. Entonces, despertó a las demás. Me asomé al exterior. Los mercenarios no estaban a la vista. En realidad, no había nadie. Mejor. Antes de marcharse, me dieron un beso en la mejilla. Les enseñé los sacos con monedas ¿No se llevarían nada como compensación por lo sufrido? Para mi sorpresa, la mujer de mayor edad, me dijo: —Quédatelo todo. Eres una buena persona y te lo mereces.

¿Me estaba diciendo que ese dinero era suyo y me lo regalaba? ¿O era un agradecimiento afectuoso? Su respuesta me dio qué pensar, durante unos minutos. Al cabo de un rato, dejé de darle importancia. Una hora después, a punto de amanecer, cuando ya no esperaba que viniera nadie, golpearon con fuerza a la puerta. Era un mercenario. Tenía aspecto malhumorado. Era evidente que estaba algo bebido. Me señaló a la cabeza y me dijo: —¡Eh, tú! Mi casco y mi lanza. Ya puedes irte. —Has tardado mucho en venir ¿Por qué no me relevaste antes? He estado toda la noche aquí. El hombre me miró con desprecio. —¡Porque no pude! Deja de protestar, y vete ya. No tengo por qué darte explicaciones. Me fui, enseguida. Bastante tiempo había perdido ya. A lo lejos pude escuchar al mercenario gritar algo parecido a “Ya estoy aquí, zorritas ¡Ja, ja, ja, ja!“ Eso me inquietó. Ese hombre no se había olvidado de las prisioneras, a las que suponía acurrucadas en el oscuro rincón de la bodega. Decidí acelerar el paso. Por supuesto, antes de abrirle, ya había cogido una bolsa de dinero, bien llena. Al poco tiempo volví a escuchar los gritos del mercenario, pero esta vez eran distintos, y dirigidos a mí. —¡Ven aquí, miserable! ¿Dónde están los prisioneros? Le dije que no lo sabía, pero no me creyó. Enarboló su lanza para clavármela. De un portal salió un hombre vigoroso con bigote rubio, que se puso delante de mí, y acudió en mi defensa. —Déjalo en paz, y atrévete conmigo. El mercenario se puso a gritar, para intimidarle, e hizo el gesto de clavarle la lanza. Pero rápido como un rayo, mi bigotudo defensor sacó dos cuchillos que tenía enfundados en la espalda. Con el duro cuchillo izquierdo desvió el arma enemiga. Avanzó y le clavó el otro cuchillo, afilado, en el corazón. Fue algo sorprendente, rápido y preciso. Ese hombre tal vez fuera un cuchillero al servicio del elegido de aquella ciudad. El mercenario cayó al suelo, muerto. Su casco, en forma de plato invertido rebotó, ruidosamente, por el suelo. Entonces escuché una voz de mujer, hablarme desde una ventana.

—¡Corre, amigo. Vete de aquí! Mi defensor se asomó dentro del recinto, y al salir, hizo un gesto a la mujer que se había asomado. De inmediato, varios vecinos salieron del mismo portal del que había salido el cuchillero. Se metieron en la bodega, y en un momento la dejaron vacía. Uno de los hombres me dio una palmadita en la espalda, como si me conociera. Todo era muy extraño para mí. Había un silencio absoluto por las calles. En un portal había un soldado tendido. Imaginé que estaba durmiendo la mona. Pero al acercarme, vi que tenía un impacto de bala en el cuello. A sus pies había un charco de sangre seca. —Ese hombre está muerto. Murió a medianoche. Dijo, tranquilamente, un hombre que estaba detrás de mí. Más adelante, sentí un olor asqueroso pero que conocía muy bien. Era diarrea de dragón. El recorrido de vuelta hacia mi acuartelamiento fue desagradable. Me encontré con varios cadáveres de soldados. La noche de fiesta no fue tan buena como pensé. El nauseabundo olor aumentaba. Nada digo de la mala impresión de encontrarme con los excrementos por el camino. La cabeza me daba vueltas. Me sentía muy mal. Una de las vecinas de ese barrio se interesó por mi salud. —Veo que tú no te has emborrachado como tus compañeros. Anda, ven y bebe un poco de agua. Se te pasará el malestar. Le quedé muy agradecido. Tras lo cual, continué con mi tortuoso camino. —Vas hacia las cuadras de los dragones ¿Verdad? Entonces, ve por ahí. Te has desviado un poco. Dijo un hombre. No me sorprendió que supiera mi procedencia, ya que el escudo bordado de la cabeza de un dragón en la parte izquierda frontal de mi chaleco, me delataba. Pero teniendo en cuenta la hostilidad de los habitantes hacia los imperiales, me sentía incómodo cuando me trataban con cortesía. No era lógico. Cuando por fin encontré el camino, conté lo sucedido a mis compañeros. Estos, oliéndose los problemas futuros, me pidieron que contara mi historia a Leocadia, la reina de los dragones y protectora nuestra. Esta no se encontraba de buen humor, precisamente. Por culpa del alcohol, los dragones habían causado

numerosos destrozos, y se comportaban con liberalidad. Algunos, se encontraban en paradero desconocido. —Hijo, por lo que me cuentas, te has metido en un buen lío. No sé cómo, ni porqué, pero sospecho que no tardaremos mucho en saberlo. Si llegaras a encontrarte en apuros, no dudes en llamarme. Yo también tengo algunas quejas que dar. Cuatro horas más tarde, vinieron a buscarme cuatro infantes de brillante armadura. Era la guardia de a pie del emperador. Parecía, que en efecto, el problema era bien gordo. ¿Qué ocurrió, realmente? Muy simple. El elegido, Verán V, al ver la batalla perdida, decidió escapar. El emperador ordenó interrogar a su esposa para que le dijera dónde estaba, así como el nº de tropas disponibles. Pero la mujer no dijo nada. Trató con insolencia a sus interrogadores e insultó a Otak. Este, ordenó que la vistieran con harapos y la encerraran en una de las bodegas de su marido, junto a sus hijos y sobrinas. Un detalle a destacar: una de las niñas, era en realidad un niño, pero la oscuridad y su largo cabello me confundieron. Era el heredero al puesto de elegido, si su padre fallecía. Otak pretendía dejarlos encerrados, pasando frío y sin comida, durante al menos un par de semanas, para presionarles. Dio el encargo a Barbicano. Este, al tener conocimiento de que la compañía mercenaria “Aguilas Blancas” tuvo una actuación muy mediocre durante la batalla anterior, les ordenó custodiar a los prisioneros, para así tenerlos ocupados durante la fiesta de la victoria. Pero ellos no estaban dispuestos a privarse de la celebración, y me encargaron a mí la vigilancia de los cautivos. No era pues de extrañar, que tras verse libre, la agradecida esposa del elegido, ordenara mi protección y guía; cosa que hicieron los ciudadanos, que además recogieron el dinero que no quise llevarme, tanto por no poder transportarlo, como por desconocer su procedencia. En fin, que sin comerlo ni beberlo, metí la pata hasta el fondo, e hice un par de favores a los rebeldes. También tuve el dudoso honor de asistir a una reunión formada por altos mandos del ejército imperial, además de Barbicano y el propio emperador, en persona, que apenas podía ocultar su rabia por lo ocurrido. No dejaba de mirarme con odio. Al parecer, tenía grandes proyectos personales para el dinero

extraviado. También se hallaba presente el oficial de los mercenarios que me ordenó la custodia de la familia de Verán. Pero ya no conservaba el aspecto chulesco y burlón del día que lo vi. Tenía un ojo morado. Al parecer, había sido “felicitado” por su ineptitud por Barbicano. Leocadia también vino, junto a dos dragones más. Estábamos al aire libre, pero con soldados a nuestro alrededor, vigilando el acceso de los intrusos. Se habló, de todo un poco. La noche de fiesta fue nefasta para ambas partes. Si bien unos soldados se habían dedicado al saqueo, algunos grupos de ciudadanos se dedicaron a asesinar a los militares borrachos que se encontraban por las calles. La cerveza no estaba envenenada. Eso no habría sido útil a los rebeldes, ya que tras la muerte o indisposición de los primeros bebedores, dejaríamos de tomarla. Al verse sin esperanzas de victoria, los ciudadanos crearan una pócima con hierbas y la mezclaran con la cerveza, que inicialmente estaba destinada a lord Arvan. El efecto fue unas terribles diarreas que estaban afectando al 80 % de los militares imperiales. Gracias a mi forma moderada de beber, no me afectó a mí. En cambio, el efecto sobre los dragones fue terrible. Volaban como locos, chocando entre ellos en el aire o con los edificios altos. En la noche no se veía bien. Algunos, en su cogorza, aterrizaron bruscamente encima de varias casas, derribándolas. No hace falta decir, que también se vieron afectados por las diarreas. Un médico aconsejaba evacuar la ciudad, de inmediato. Corríamos serio peligro de caer en una epidemia. Un coronel no dudó en acusarme de todas las desgracias, como si yo fuera un ser maldito. Leocadia habló en mi defensa. Dijo que yo era un civil, y me habían encargado una labor de tipo militar, casi a punta de espada. Tampoco me habían informado quienes eran las personas a custodiar; por ello, temiendo que se trataran de las víctimas inocentes de unos desaprensivos, las puse en libertad, como habría hecho cualquier persona honesta. Leocadia añadió, que mientras se acusaba a unos inocentes de lo sucedido, los verdaderos culpables volvían las caras hacia otro lado. Era un claro reproche al emperador por haber permitido los desmadres, sobre todo, con sus anteriormente disciplinados dragones. Otak no dijo nada pero enrojeció de vergüenza. Estaba

claro que se sentía aludido. Tras un apasionado debate, a veces elevado de tono, se decidió condenar al oficial mercenario, junto a los dos soldados que debían estar de guardia en mi lugar, a la horca. El tercero a condenar estaba muerto. Fue el que vino a relevarme. A pesar de ello, se colgó su cadáver, como advertencia, por deseo del emperador. A mi entender, fue algo absurdo y estúpido. A mí, me darían cien latigazos y me expulsarían o ahorcarían. Eso dependía del humor del soberano imperial. Tampoco cobraría el sueldo de los dos meses que tenía que cobrar. Menos mal que nadie mencionó la bolsa de dinero que me llevé. Al parecer, era parte de los impuestos recaudados por el elegido, para comprar armas y reclutar tropas. Estuvimos tres días más en Shiamiun. Aún no me habían expulsado ni azotado. Leocadia no lo permitió. Estuvo hasta el último momento, defendiendo mi inocencia. Fue incluso más allá: el emperador debía una disculpa a todo su ejército. Este no se dignó a ello. Barbicano quiso disculparse en su nombre, pero solo a los dragones. Otak no lo permitió. El número de enfermos aumentó con rapidez. Lo que los ejércitos del elegido no consiguieron, lo estaban logrando los civiles. Estos se negaban a retirar las enormes masas de excremento de dragón en sus calles. Ellos tampoco lo estaban pasando mejor que los imperiales, pero se sacrificaban por tal de hacernos más daño y expulsarnos. Al ver que la disculpa de Otak no llegaba, Leocadia amenazó con marcharse. Más de la mitad de los cincuenta y cuatro dragones que venían con ella, estaban dispuestos a acompañarla. Un día cumplió con se amenaza y se fue. Los rebeldes aumentaron su presión. Con mayor frecuencia disparaban desde las ventanas o emboscaban a las patrullas de vigilancia. Algunas veces, varias hadas que apoyaban a los rebeldes, se pasearon volando por la ciudad, al tiempo que lanzaban dinero y comida a los ciudadanos, mientras decían consignas como: “¡El elegido no os olvida. Pronto seréis libres!” Ese tipo de sucesos desmoralizaban a la tropa. La mayoría de los dragones que se quedaron, no podían volar de patrulla y atacar a las hadas, por culpa de las diarreas. Ni que decir tiene, que se buscó de nuevo a la esposa del

elegido y a los niños, pero fue imposible encontrarlos de nuevo, a pesar de la recompensa ofrecida. Ante tanto inconveniente, y sobre todo, por el alarmante aumento de enfermos, el emperador ordenó la retirada, y dejó una guarnición de veteranos escuderos, que apenas duró un día, retirándose también, y que incluso nos alcanzó, de lo rápido que emprendieron la huida, pues los ciudadanos no tardaron en plantarles cara. Nos fuimos, llenos de vergüenza, y con un botín mucho menor que el esperado. Tampoco fue posible llevarse a los prisioneros para venderlos como esclavos, por miedo a una epidemia. El ejército estaba al borde de un motín. Para colmo, el emperador recibió una burlona carta de el elegido, reprochándole su poca hombría y que no admitiera su responsabilidad en la mala administración de su ejército. El insultante mensaje enfureció a Otak, que decidió pagar su enfado conmigo. Ahora, sin una reina de dragones que me defendiera, se dispuso a castigarme con dureza. Esta vez, en Neiran. Estaba tan enfadado conmigo, que no descartaba ejecutarme, según me contaron varios oficiales. Fin de los primeros textos