Aquel mayo lluvioso y ambiguo de 1810

empleado del Cabildo. Éramos la periferia ... La protección colonial era total. Teníamos 200 años ... minaban hacia el C
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OPINIÓN | 29

| Viernes 23 de mayo de 2014

emancipados. ¿Qué era esta tierra durante el virreinato? Tierra

seca. Polvareda lejana de ganado cimarrón. Jaurías de perros hambrientos. De aquella heredad infecunda se hizo una patria

Aquel mayo lluvioso y ambiguo de 1810 Abel Posse —PARA LA NACION—

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esde aquel 12 de octubre de 1492, cuando los indoamericanos descubrieron Europa, se establecieron los siglos coloniales. Se vivía estupendamente en las colonias rioplatenses. Era un país de jauja, el reino de las proteínas: las vacas y tropillas cimarronas se acercaban sin malicia, pisando los sembradíos hasta las puertas del aldeón llamado Buenos Aires. La historia no molestaba, éramos como ahistóricos, previos a la responsabilidad propia. Nos decidían. El mundo (con su Revolución Francesa, la flota británica, el mítico Napoleón) era lejano y ajeno, como la vida de los grandes vista desde el jardín de infantes. Tampoco nos importunaba la cultura o la metafísica. Dios estaba siempre a mano, entre San Ignacio, La Merced y el Pilar. En la confesión de los sábados, la ciudadanía de Buenos Aires, de Tucumán o de Córdoba quedaba purificada de los pecados, generalmente los de una sexualidad primaria. Parecíamos una sociedad diseñada por Botero: una señoría agallegada y rechoncha, como sotas de naipe. Ellas, según los viajeros, eran más pizpiretas y ambiciosas, pero ya a los veinte años tomaban aires de matronas. El ocio mataba. El viajero Essex Vidal observó una generalizada aversión al trabajo basada “en la creencia de esta gente de que la esencia de la nobleza consiste en no hacer nada”. No había en Buenos Aires adulterios inquietantes como en Lima. Ni conspiraciones. Éramos un virreinato tardío y de segunda. El poder no interesaba. Significaba ser empleado del Cabildo. Éramos la periferia remota del Imperio, no existíamos, éramos felices como adanes antes de la serpiente, antes de la “tentación de existir”.

Proteínas gratuitas y espacio abierto. Era casi un paraíso: se vivía en la mesa, se moría en la cama. La protección colonial era total. Teníamos 200 años de quietud marginal. El mundo era una lejana historia de horrores. Nos manteníamos preservados de los sobresaltos de la cultura y de los abismos metafísicos. Nuestro erotismo era sosegado y matrimonial; casi el encuentro de dos camisones. El Dios de la iglesia de San Ignacio y de la Mercé cubría con sobras los espacios de nuestra breve y segura cosmogonía. Cuenta el viajero Concolocorvo que vio caer un cuarto de res del carro de un carnicero y que nadie se ocupó de levantarlo: hubiese costado trabajo quitarle el lodo… Después del copioso almuerzo de cinco platos (asado de costilla, pollos y perdices, pescado frito, cordero y puchero), sin contar entremeses y postres, los porteños caminaban hacia el Cabildo y desde allí hacia la alameda del Bajo. Detrás del Fuerte (la Casa Rosada) y desde el alto del roquedal de tosca de la costa, espiaban las formas de las negras que lavaban ropa. Observaban el trabajo de los pescadores que arrastraban la red con dos caballos nadadores. Centenares de pejerreyes eran un vibrar de plata agonizante que se cargaría en las carretas de los vendedores. A veces, en la noche, se acercaba subrepticiamente algún navío inglés u holandés. Sabían que bajaría el contrabando: licores, ropa fina, cigarros, cirios perfumados, cuchillos alemanes, escopetas, anzuelos. Y la pornografía: calzones venecianos, álbumes con los dibujos de la doncella dormida y el caballero enmascarado, libros de Voltaire y de Rousseau. Después, esquivando los pozos en el barrial, volvían para la tertulia en el café de Marco. Hablaban de toros, de los acomodos en el Cabildo, de la arrogancia del virrey, de mulatas y comidas. Luego, la cena en alguna fonda con “cocinero francés”.

¿Qué era entonces la Argentina? Tierra seca. Polvareda lejana de ganado cimarrón. Batallas de ejércitos de perros hambrientos. Lodazal del litoral: tardes enteras luchando por salir del zanjón. Cielos de tormenta. Solazos rajantes. Amenaza del indio, del puma, de la duda. Postas miserables con agua turbia y un apenas de charqui en la fiambrera.

¡Hacer una patria de aquella heredad infecunda! De aquel espacio que por entonces era sólo desierto. En esas distancias, hoy todavía poco humanas, el poder político era teoría. La espada parecía hacer trazos en el agua: se imponía apenas el tiempo de asentarse la polvareda del batallón de paso. Luego el silencio de siempre devorando el ruido de

cascos y de vainas de latón. Otra vez leyendas de tigres cebados, indios irredentos y jaurías de hasta tres mil perros salvajes persiguiendo las mensajerías. Traqueteos, tumbos, chiflidos, gritos de postillones y los pobres abogados, funcionarios y sacerdotes fundadores, con sus levitas blancas del polvo del erial. Caer en el Tiempo, ser Historia. No querían saber nada de la vida colonial. Lo más ofensivo era que más allá del río Colorado nuestro virreinato de adobe no figuraba en los mapas de las cancillerías de los países serios del mundo. Apenas una indefinida segregación transoceánica de España. México, Lima existían con rostro subimperial, con catedrales, con prestigio. Hasta nuestros ralos indios carecían del homenaje de historiadores, como pasaba con los incas, aztecas, mayas, gente de pirámide, alta matemática y cosmologías. La presencia de los ingleses prisioneros de las invasiones fue un revulsivo cultural. Puso en evidencia, sobre todo entre las mujeres, el hecho de ser “españoles periféricos”. Un mundo como irreal, al margen del Mundo. La placidez del limbo colonial no daba para más. Los criollos de entonces ya no respetaban la sabiduría de Cicerón: “No entiendo a quien estando bien pretenda estar mejor”. Querían ser. No más dejarse estar. Querían a cualquier precio las perversidades, sobresaltos, deliciosas vanidades del hombre caído en el Tiempo. Querían ser protagonistas de ese sangriento, pero fascinante melodramón llamado Historia. Lo lograron a partir de aquel mayo lluvioso y ambiguo de 1810. Decidieron nacer, con admirable coraje e irresponsabilidad. Primero los abogados, sacerdotes revoltosos y periodistas con sus sueños y odios jacobinos. Por último, los generales definidores, San Martín, Bolívar, Belgrano, Sucre. Con la insolencia de un vértigo creador se fabricaron un Estado, una mitología de Nación y hasta una etnia flamante importada masivamente (de Europa, eso sí, como para aliviarse de una criollidad sobona, más proclive al estar que al ser). Lo cierto es que se arrancaron del desierto y de la molicie y en tres décadas lograron entrar en el Grupo de los 7 (que existía, pero que no había sido todavía fundado). El mismo tiempo, más o menos, que hoy estamos empleando para demoler la Argentina. © LA NACION

El autor, escritor y diplomático, publicará próximamente Sobrevivir Argentina

La Cancillería no debe ser un botín César Mayoral —PARA LA NACION—

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e acuerdo con informaciones periodísticas, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner ha decidido formular una modificación a la ley 20.957, que regula el servicio exterior de la Nación. Ningún gobierno desde su aprobación la derogó ni la reemplazó por otra, ya que es un instrumento útil. Debemos recordar que todos los Estados, sean gobernados por progresistas, conservadores, de izquierda o de derecha, han avanzado hacia la profesionalización de sus servicios exteriores, adaptándolos a los tiempos que corren, dotándolos de profesionales capaces, que ingresan por concursos públicos. La cultura política global ha construido un cuerpo de profesionales que, más allá de los cambios políticos, se mantiene por el nivel de conocimiento que posee de los organismos internacionales, del funcionamiento de las representaciones en el exterior y del manejo administrativo en

general. El servicio exterior es una herramienta indispensable para desarrollar políticas de Estado. Los diplomáticos no deciden ni deben hacerlo; deben elevar sus propuestas y luego es el poder político el que debe decidir los caminos a seguir. Pero se debe escuchar a los que saben y no reemplazarlos por amigos de una ignorancia supina acerca de cómo funcionan las relaciones exteriores. A causa de esto, la actual diplomacia argentina ha cometido errores inadmisibles, como impulsar el acuerdo ominoso y perjudicial con Irán, o modificar en 15 días el voto argentino en las Naciones Unidas sobre la secesión de Crimea, votando de una forma en el Consejo de Seguridad y de otra en la Asamblea General, o pelearse con la mayoría de los gobiernos del mundo occidental. Resulta inadmisible, como ocurre hoy, que funcionarios autodenominados “cuadros político-técnicos” tomen por asalto los cargos que deberían ocupar los diplomáti-

cos de carrera, que estudiaron e ingresaron a la Cancillería por concurso público. En cierto sentido, a la Cancillería se la ha tomado como los piratas toman a los barcos, al abordaje, para quedarse con ese botín de guerra, repartiéndose funciones, ocupaciones y dinero público. Los actuales funcionarios, desde la cabeza del Ministerio de Relaciones Exteriores, han llegado a ocupar secretarías y subsecretarías sin el menor antecedente, o con antecedentes en alguna municipalidad o en alguna facultad del Gran Buenos Aires. Esto no es serio y perjudica a la Argentina. Evidentemente, el propósito de modificar la ley del servicio exterior es “institucionalizar” a ese grupúsculo y dejarlo instalado en un ámbito del poder. La porción del Partido Justicialista denominada La Cámpora es la que maneja toda el área económica del Ministerio de Relaciones Exteriores a su arbitrio, y si bien podía ser desconocida por la jefa de Estado de Chile, Michelle Bachelet, es bien

conocida por los ciudadanos que saben de los inmensos subsidios que recibe Aerolíneas Argentinas o escuchan los discursos de algunos de sus dirigentes en el Congreso cuando agreden o calumnian a otro partido político, o simplemente ven cómo se maneja discrecionalmente al Ministerio de Economía. En ese marco parece imperativo que todos los candidatos presidenciales lleguen a un acuerdo para que, gane quien gane las elecciones, se lleve adelante una política de Estado distinta para la Cancillería, que privilegie a los profesionales y no a quienes utilizan al servicio exterior para promocionarse políticamente. La clase dirigente argentina que permanentemente elogia la eficiencia de Itamaraty, la cancillería brasileña, debería recordar que las cancillerías eficientes son aquellas que están conducidas por personas que saben, no por improvisados, donde todos los embajadores son de carrera o de prestigio indiscutido.

La Argentina tuvo en el recientemente fallecido embajador Carlos Ortiz de Rosas a un postulante a la Secretaría de las Naciones Unidas (no lo fue por el veto soviético); al canciller Dante Caputo, como presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1988; a Alejandro Orfila, como secretario de la OEA en 1974, y a varios subsecretarios, representantes y altos comisionados de las Naciones Unidas, el canciller Carlos Saavedra Lamas obtuvo además un Premio Nobel de la Paz. Después de más de 30 años de democracia, es necesario seguir la senda del profesionalismo e impedir que esta destrucción sistemática del servicio exterior no quede plasmada en una nueva ley que nos lleve a tiempo pretéritos, cuando sólo los amigos del poder de turno eran diplomáticos. © LA NACION

El autor, embajador, fue representante ante la ONU y embajador en Canadá y China

Todo derecho supone un poder y tiene un costo Aldo Neri —PARA LA NACION—

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n Occidente se reactiva, tanto en el ámbito intelectual como en el de la opinión pública, el descubrimiento de las flagrantes desigualdades sociales, pero el problema es que, al mismo tiempo, la evolución de los hechos que los mismos descubridores señalamos tiende a acentuarlas. ¡Vaya intríngulis! Parece que la pregunta que tratamos de evitar fuera: ¿cuál es el costo para mí de un achicamiento de la brecha social? Porque, inconscientemente, sabemos que lo hay. Habitualmente, soslayamos nuestra cuota de responsabilidad señalando sólo la de los más ricos. Un personaje en una pieza teatral de Eugene O’Neill, Mansiones más majestuosas, le dice tajantemente a su hermano: “Tu derecho carece de poder. Por lo tanto, no tienes derecho”. Por una parte, el aserto resulta un puñetazo de realidad en el adocenado estilo en que suele hablarse de los derechos en la jerga social o política más escuchada, en la que éstos aparecen engendrados por el progreso moral y la racionalidad de las personas y de los sectores sociales que logran legitimar sus ideas ante los demás. Contrariamente, el personaje teatral nos dice que si no tenemos una cuota suficiente de poder no se cumplen nuestros derechos. Por otra parte, el dicho nos invita a una reflexión sobre la democracia, ámbito político en que los derechos alcanzan florecimiento, en contraposición

con las autocracias, en las que crecen mucho las obligaciones y prohibiciones y se minimizan los derechos. Está en la conciencia colectiva que un derecho no suele provenir de una graciosa concesión del príncipe, sino que surge de una conquista histórica más o menos trabajosa. Pero una vez que está incorporado por la sociedad, y aún más si está registrado en las leyes, contamos con que todo incumplimiento es simplemente un delito legal y moral que eventualmente cometen los particulares o el poder de turno. Pero si esto fuera así, ¿por qué será entonces que resulta tan insatisfactorio su cumplimiento en democracias como la nuestra, y se acusan los sucesivos gobiernos de no haberlos garantizado? Una primera verificación es que los derechos no son gratuitos, tienen un costo. El costo, por ejemplo, de que para poder ejercer yo una amplia pero al mismo tiempo acotada libertad debo aceptar la prohibición de matar a mi enemigo. Y eso lleva a constatar que no hay derechos ilimitados; el límite son siempre los derechos de los otros. El ejemplo elegido es extremo, claro; pero por caminos menos claros pero contundentes resulta –en otro ejemplo– que mi libertad de dar a mis hijos una educación de alta calidad privada, porque puedo pagarla, restringe indirectamente el derecho de recibirla de los pobres, porque a los

muchos ciudadanos en mi situación favorable nos motiva menos pagar impuestos para que la reciban todos de alta calidad, como mis hijos. De lo que surge la segunda y conflictiva verificación: que dos derechos pueden ser en algún grado contrapuestos, en la medida que el exceso de uno –porque quienes lo ejercen tienen más poder en la sociedad– representa indirectamente un cercenamiento del otro. En la sociedad, la debilidad del derecho de cada uno frente a los que tienen más poder económico o jerárquico se busca

¿Cuál es el costo para mí de un achicamiento en la brecha social? Ésa es una pregunta que evitamos compensar con la asociación entre los débiles: el caso arquetípico es el sindicato, y así nacieron históricamente las corporaciones. Pero son muchos los derechos ya sancionados por la cultura que no tienen la misma capacidad de generar conciencia, organización y poder de influencia. El derecho a un ambiente saludable y no agresivo, por ejemplo, reconocido por numerosos textos legales, tiene capacidad de organización débil por su misma índole difusa,

salvo en temas puntuales como en el caso del tabaco. Sólo puede la política aunar y representar estos derechos en cuanto ella es expresión del poder organizado. ¡Menudo problema para la política! Y un aspecto de ese problema es que la democracia se legitima con el derecho al voto. Galbraith escribía que en Estados Unidos habitualmente votan “los satisfechos”, es decir, los que tienen resueltos los problemas básicos de la vida. En definitiva, que quedarían con débil representación política los derechos de los que menos tienen, más allá de la retórica. Por cierto que cada país es distinto en este aspecto, pero intuimos que puede ser en muchos aun peor, porque la gente privada de derechos económicos y sociales es frecuentemente escéptica respecto a contar con poder político en la sociedad. Intuyen la inexistencia de equilibrio en su distribución. Como sucede en la Argentina entre los muchos que ejercen sus derechos y los también muchos que sólo se benefician para la subsistencia con los planes asistenciales del gobierno, enmarcados en buena medida en el paternalismo populista, que no construye real conciencia de derechos ni educa sobre límites de éstos. Todo este razonamiento se liga con la afirmación acertada del protagonista de O’Neill. Porque la democracia implica mejor distribución del poder. Los viejos

griegos que la inventaron excluían de esa distribución a las mujeres y a los esclavos: la igualdad pertenecía a los pater propietarios. Mucho cambió el mundo desde entonces, pero no en que la relación entre los derechos económicos, sociales y el poder es dialéctica, y se influyen mutuamente. Por eso es que el crecimiento del poder democrático del ciudadano (el que no tenía el hermano del protagonista de la obra citada) implica también un proceso redistributivo, que abarca a todas las clases sociales; de lo contrario, existe sólo una democracia formal, de apariencia. Y para eso no alcanzan sólo crecimiento y “progreso”, hace falta también algún recorte de no pocos privilegios de grupos que los obtuvieron en momentos de mayor poder, y esto para que haya mejor justicia impositiva, seguridad social universal, adaptación del régimen laboral que facilite la superación de la informalidad, prioridad en inversión de bienes públicos populares, reforma educativa y sanitaria universalistas e igualitarias, etc. Frente a la necesidad de lograr mayor cohesión y paz social, vale un temor y un alerta de todos, porque como afirmara Wenceslao Fernández Flores: “Sólo el temor hizo del hombre un animal domesticable”. © la nacion El autor, médico, fue ministro de Salud y Bienestar Social de la Nación