¿al jilguero lo engullen las sombras? - Muchoslibros

de años, quien consiguió sacarle unas pocas de las pastillas enredadas todavía .... Al llegar a la Cruz Roja, dos enferm
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¿AL JILGUERO LO ENGULLEN LAS SOMBRAS?

Nunca me gustaron las preguntas… cállense todos… Pasa que de repente sientes que el hilo se hace delgado… muy delgado… el alma deja de comer… ése es el momento, te vencen las ganas de perderte, de irte lejos de lo que te duele… A veces piensas en tu niñez llena de roturas, en los amores torcidos, arruinados tantas veces, en los hijos que ya no tuviste en el vientre… y un día, ya no quieres pensar en nada… las ilusiones se te vuelven hilachas… y esa sensación de soledad, de ya no servirle a nadie, ni a ti misma… me hastían las adulaciones inútiles… y cuando las luces del escenario se apagan, la burbuja de la magia se revienta y te llevas otra vez… otra vez más… el cuerpo cansado a la habitación sola, arrastrando memorias de pesadilla, pedazos de ti, como un espejo roto que en mala hora… y que si los quieres juntar nomás te rasgan. Morir es como una promesa: ya no vas a volver a llorar… nunca… nunca… En la casa de Lucha Reyes, en la calle Andalucía de la colonia Álamos, Ciudad de México, aumenta a cada minuto la consternación. No se sabe exactamente a qué hora la cantante se tomó veinticinco nembutales, deglutidos de uno en uno con media botella de tequila. Son las dos de la madrugada. La Reyes, la Reina, se encuentra en un proceso muy adelantado de intoxicamiento. Está grave. Emite de repente gruñidos rasposos como de leona llorando. Da escalofrío verla tirada de forma irregular en su cama, como un río fuera de madre, 9

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Me llaman la tequilera

inconsciente, sin que nadie se atreva siquiera a intentar reacomodarla en una posición más digna. Alrededor, camina su prima Meche, su confidente, la de siempre, jalándose los botones del suéter sin control por la angustia, entre llantos y mocos impertinentes. Ella es enfermera, así que la carcome el miedo por la dimensión del riesgo que percibe. También está en el cuarto Carmela, su sobrina y ayudante personal de años, quien consiguió sacarle unas pocas de las pastillas enredadas todavía entre la lengua cuando la encontró Marilú, la hija adoptiva de Lucha, que está con la cara abotagada, aturdida por las lágrimas que no controla. Y para completar el cuadro, el enamorado en turno, el piloto aviador, el general Antonio de la Vega. Meche sabe que… bueno, sabe muchas cosas que calla, muchas. Desde que eran niñas y a Lucha la llamaban sólo Luz, se inventaron entre ellas ligaduras, formas privadas de contarse las cosas, como en las sectas, para curar el mal de espanto, que a Luz por épocas la revolcaba brutalmente. Juntas buscaban con obsesión ser dúo en pie de guerra, sin tregua, para resolver las penas. ¿Por qué ahora no? ¿Qué hace ahí Lucha, sin sacar su hembra brava, como una sombra, tan lejos del soplo de Dios? Todo en ella es desesperación. Hasta la luz de las lámparas tiñe más tenue, quizá sólo para añadir sombras a lo siniestro de la escena. La esperanza de salvarla va huyendo de esa casa. Al general Antonio, junto a la cama, lo atormentan los remordimientos, cómo desearía pedirle al tiempo que volviera. Finge inocencia. Se pregunta demasiado tarde por qué no pudo ser más amoroso. Al sentarse, por momentos tiene el tic de mover los pies para adelante y para atrás, quizá con temor al mismo juicio de Dios. ¿En verdad el cuerpo flácido de su amante lo estremece? No es ciego al amor desarticulado, injurioso, que la obligó a aceptar. Maldito carácter. Pero ésa fue la manera que le resultó más fácil para dominarla. Se 10

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Alma Velasco

da cuenta de que se ha engañado, su modo nada más le llenó a ella el espíritu de miseria. Y hoy, cómo podría justificarse. Quisiera pedirle un perdón tardío, pero en esta noche no hay oídos que lo escuchen. Por ratos, la hija de Lucha entra y sale de la recámara, llora, se calla y vuelve a soltar el llanto. Es todavía una niña, la situación la rebasa, su mamá se está muriendo por tomarse las pastillas que ella fue a comprarle a la farmacia. ¿Cómo pasó eso? ¿Es ella culpable? ¿Qué debería haber hecho? ¿Negarse a comprarlas? Imposible, ella sólo obedeció, como le correspondía. Por momentos trata de mantener la mano sudada y floja de su madre entre las suyas. No hay respuesta. La prima Meche es la única que toma medidas funcionales. Para empezar, llama a una ambulancia y explica la urgencia: la paciente se está muriendo. La ambulancia tiene que llegar pronto. Son las dos de la madrugada. Las calles deben estar vacías a esas horas impertinentes. Todos la aguardan con ansias. Meche dio instrucciones muy precisas para ubicar el domicilio. Ahora no les resta más que resistir sin quebrarse, la nebulosa del tiempo de espera. Los segundos cuentan. La tensión es un filo de cuchillo en el abdomen de todos. A los pocos minutos comienza a escucharse, todavía lejos, pero cada vez con mayor fuerza, la sirena de la ambulancia. Los treinta y dos perros de la cantante, que esa noche están en la azotea, se sobresaltan, ladran, aúllan, parece que presienten que su ama está cerca de la barca de la muerte. El general Antonio, incontenible, se desplaza con grandes pasos por todo el cuarto. Y empieza a pensar en voz alta. —Pero… cómo se le ocurrió hacer esta locura —murmura con rabia contenida, en su desesperación, y añade más alterado, dirigiéndose a la pequeña—: Y tú…, ¿por qué le compraste las pastillas? 11

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Me llaman la tequilera

—Tía —musita Marilú llorando, desde la incomprensión de una pequeña de once años, repegándose a Meche en busca de protección—, ¿verdad que yo no tuve la culpa? —Ay, Marilú, claro que no hija, no pienses eso, este hombre está loco —Meche la abraza con ternura—, tu mamá se tomó las pastillas porque quiso. Tú no se las diste a tragar a la fuerza, ¿o sí? —No —contesta Marilú —, pero tengo miedo, tía. —Ven, déjame abrazarte —Marilú comienza a sollozar en los brazos de su tía. Está confundida, desasosegada. —¿Porqué hizo eso? ¿Qué no me quiere? —Mira, cuando salga del hospital vas a ver cómo ella misma te dice lo mucho que te quiere y te explica lo que le pasó. —¿Y si no sale del hospital? Tú dijiste que estaba muy mal. ¿Puede ser que no salga? —cuestiona la niña con una angustia profunda. —Les ruego que si van a platicar, mejor se vayan a la sala —ordena Antonio autoritario—. Lucha necesita descansar. Hablando entre dientes, con la mandíbula apretada por la rabia, sin gritar, en un tono tranquilo pero suficientemente claro, Meche le reclama: —¿Y desde cuándo sabe usted lo que necesita Lucha? Ya vio qué feliz era con usted, ¿no? —la ironía evidencia su desprecio por el general, a quien repele como a un animal ponzoñoso—. De seguro fue por el gran apoyo que usted la hacía sentir por lo que se tomó las pastillas. —Meche —la increpa Antonio—, le prohíbo que… —¿Qué, general, también yo tengo que obedecerlo? —¡Por favor! —se descompone Antonio. —No vaya a ser que esas pastillas que según usted le estaba sacando de la boca mientras yo llegaba, más bien se las estuviera metiendo. 12

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Alma Velasco

—Cómo se atreve a decir semejante disparate —responde él caminando amenazante hacia Meche. Ella no se amedrenta. —¿Disparate? Pues no ha de ser por lo cariñoso que se portaba con ella. Y ni crea que no me fijé en los moretones que trae todavía en la cara y en el cuello. —Meche —continúa Antonio tratando de calmarse después de haber sido sorprendido—, está usted imaginando demasiadas cosas, ya se lo aclarará la misma Lucha después. —Si no fuera porque sé que ya antes mi prima intentó algo parecido, lo acusaba a usted sin ninguna duda con la policía. Yo no entiendo qué le vio mi prima. En medio de esa conversación llena de reproches, se escucha por fin a la ambulancia frenarse afuera de la casa. Suena el timbre de la puerta para alivio del general, que se siente atrapado. —Voy a abrir, tía. —No, Marilú, que abra el Patotas. —Pero él es el chofer… nunca abre la puerta… —Ahora sí puede abrir él —contesta Meche con la voz apagada—, es la ambulancia. En cuanto los camilleros entran a la casa y ven a la enferma sobre su colcha arrugada, inician las maniobras para subirla a la camilla con cuidado, pero sin perder tiempo, y al parecer, tratando, por respeto, de contener un grito en cuanto la reconocen. —¡Abran paso, rápido, todavía está viva! —ordena con apuro un camillero. —¡A lo mejor todavía puede salvarse! —responde Meche. La pequeña Marilú mira a todos asustada, buscando un sostén, sin poder evitar sentirse culpable. Ella, ella sola había comprado las pastillas. Eso la torturaba. A lo mejor el general tenía razón. 13

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Me llaman la tequilera

—Mamá, no te mueras, por favor —alcanza a decirle antes de que la saquen. Los camilleros le permiten seguir cerca de Lucha, tocándola apenas, hasta que llegan a las puertas traseras de la ambulancia. La separan con suavidad. Meten la camilla con pericia. Meche se sube para acompañar a su prima en el trayecto, es la familiar más cercana, además de que puede ayudar en cualquier contingencia. —¡Arráncate, Mateo, ya nos están esperando en la Cruz Roja! —dice con prisa el copiloto en cuanto cierra la puerta delantera, mientras la sirena de la ambulancia va aumentando su volumen. La velocidad también aumenta. La urgencia contamina el aire y el silencio. El general Antonio la sigue en su propio automóvil. Ah, qué chistoso verse una desde afuera. Me hace gracia. Ora sí se me anda haciendo morirme de a de veras, bola de ca… miones… ja, ja, ja, hasta gusto me va a dar ver que sufran el fufurufo de Félix Cervantes, ¡mi prominente empresario!, y Antonio, el méndigo aviador. Bueno, ya pensándole, la verdad, a lo mejor a ninguno de los dos les importa si me muero o si me quedo viva y fregada. Eso sí me provoca llanto, no puedo evitarlo, me lleva… Después de todo, yo ya ni soy la esposa de Félix… si hasta tiene su nueva “besos fáciles”… la Zú esa, desgraciada… y pos, al pobre de Antonio, después de la espantada que le acabo de cargar, yo creo que hasta gusto va a sentir de darme sagrada sepultura. Palabra que el pobre no sabía ni pa donde correr cuando me vio ahí desguanzadota, ja, ja… con qué desesperación trataba de sacarme las pastillas de la boca… pero con las que me tragué, se me hace que fue suficiente… pa eso me eché mis tequilazos también… que se lleve el diablo tener que cantar pa viejos pelados, orejones y bigotudos cada mugre noche… y pasar por tanto nervio pa andar filmando 14

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películas… y peor tener que llegar desmañanada… ya no quiero más ensayos y ensayos pa aprenderme canciones que ni me gustan… hasta corro el riesgo de quedarme sorda con tanto trompetazo… ja, ja, vaya a ser… y nomás me faltaba a estas alturas volver a salir con echarme a llorar delante de todos… y pos sí… si alguien me quiere, ni modito pájaros pintos, ya vieron que adentro no era yo la fiesta que se veía por afuera… y ya lo hice y qué pues… si me quiero ir, qué… ése es mi asunto… Adiós, adiós, lucero de mis noches…

Al llegar a la Cruz Roja, dos enfermeros empujan la camilla por el pasillo de urgencias esperando hacer los mínimos trámites lo más rápido posible. —Enfermera, una paciente para urgencias. Está muy grave. —¿Por qué ingresa? —interroga la enfermera con voz seca, indiferente. —Por una sobredosis de barbitúricos y alcohol. —¿Sabe su nombre? —vuelve a preguntar la enfermera encargada de los ingresos a la sección de urgencias. —Nomás asómese a verla… ¿A poco no la reconoce? —pregunta con desconcierto el enfermero. —Lo que veo es que viene muy mal, está muy hinchada —responde al asomarse a la camilla—. ¡Ah, qué bárbara! —se atraganta la enfermera, acomodándose los lentes—. A poco es la famosísima —se agacha sobre la cara de la paciente para observarla mejor. —Pues sí —asiente el enfermero, sus ojos muy abiertos muestran su pasmo—, es la mismísima Lucha Reyes. Eso estuvo muy bien, a fin de cuentas es a toda madre tener tu fama… que te reconozcan… Pero, ultimadamente, para 15

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Me llaman la tequilera

qué… maldita sea… tu público ahí está, ahí… mientras eres su cajita de música, como que te quiere, pero cuando te quedas sola, sola, de veritas, sola, y llega el silencio, a poco ese público se va contigo a tu casa, a tu sala, a tu cuarto, a tu maldita cama a darte el amor que los hijos de la fregada que dicen que te aman no te dan… más bien te quitan, como este bruto de Antonio… y ahí te quedas, como perro sin dueño… nomás queriendo olvidar… y luego los babosos todavía critican que te acompañe el compañero real, perseverante, que te hace todo más suavecito, siempre a la mano, sin enojos, sin reproches, la agüita bendita: el tequila… salucita. En el hospital, Meche siente que las paredes —verde pistache deslavadola— oprimen como si fueran un corsé de yeso y pintura. Trata de controlar la angustia. Aprieta los puños y los abre. Se levanta, camina, se sienta. El silencio de la madrugada le enchina la piel, su mirada está cubierta de miedos. Se han llevado a Lucha y no queda más que esperar. Se siente impotente para consolar a Marilú, que se culpa y teme que la mamá de Lucha, que nunca la ha querido, también la vaya a inculpar. Qué tontería. Qué injusticia. Detrás de los cubrebocas, los médicos que atienden a Lucha en el quirófano se muerden los labios luego de identificarla. Se ve tan horrible con la mandíbula desencajada, los párpados hinchados, las mejillas abultadas y sueltas. Ni parece la misma. La admiran. No son ellos los que deben juzgar la decisión que la lleva al hospital. Su respiración es lenta, irregular. No quieren perderla: ni a la paciente, ni a esa voz privilegiada, ni a la mujer sometida por una inmensa tristeza. —Vamos a hacerle un lavado de estómago, quizá todavía la podamos salvar —ordena el doctor responsable. Todos perciben lo difícil del caso. —¡Ojalá estemos a tiempo! —remarca un ayudante mientras prepara sondas y líquidos. Avanzan las maniobras. 16

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Alma Velasco

Siguen con precisión los procedimientos y el protocolo clínico. Un frío propio del lugar —o de la muerte— da marco a ese escenario absurdo en el que Lucha es la protagonista. Sobre la plancha, los médicos tratan de salvarle la vida. Es lunes 24 de junio de 1944. Bajo la potente lámpara que la alumbra y entre las manos del equipo médico, la moneda es echada al aire: Águila: vida. Sol: muerte.

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