Adiós al maestro de la ficción verdadera

6 feb. 2010 - Adiós al maestro de la ficción verdadera. Borges aborrecía a Hemingway de una mane- ra sospechosa. Sentía,
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SUMARIO | EDITORIAL "ÛPt/ñNFSP Sábado 6 de febrero de 2010 Buenos Aires, Argentina

4

EL CARTÓGRAFO Y SU MAPA POR PABLO DE SANTIS

7

ENTRE AMIGOS POR FRANCISCO N. JUÁREZ

8

LUGAR COMÚN, LA MUERTE POR RODOLFO TERRAGNO

10

Adiós al maestro de la ficción verdadera

EL PERIODISTA TRANQUILO POR JUAN CRUZ RUIZ

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POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ UNA HERMANDAD

Director de adnCULTURA

POR DANIEL ALBERTO DESSEIN

12

CUATRO TEXTOS EJEMPLARES DE TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

19

DÍAS DE REDACCIÓN POR EDGARDO COZARINSKY

21

LA GRAN LECCIÓN POR JORGE MONTELEONE

22

ENTRE MITO Y VERDAD POR PACHO O’DONNELL

24

GEOGRAFÍAS DEL EXILIO POR ALICIA BORINSKY

26

LA VIDA Y LAS PALABRAS POR HÉCTOR M. GUYOT

FOTO DE TAPA: ANDY CHERNIAVSKY, OCTUBRE DE 2007

STAFF Director: #BSUPMPNÆ.JUSFtSubdirector: Fernán 4BHVJFSt Secretario general de Redacción: )ÆDUPS%"NJDPtProsecretarios generales de Redacción: Ana D’Onofrio y Carlos Reymundo Roberts tDirector de adncultura: Jorge 'FSO¹OEF[%ÌB[tDirectora de Arte: Ana Gueller tJefe de Redacción: )VHP#FDDBDFDFtEditora: 7FSÛOJDB$IJBSBWBMMJtSubeditores: Pedro B. Rey, )ÆDUPS.(VZPUZ-FPOBSEP5BSJGFÚPtEditora de Artes Visuales: "MJDJBEF"SUFBHBtEditora de arte: 4JMWBOB4FHðt Editor fotográfico: 3BGBFM$BMWJÚPtRedacción: Raquel Loiza, Pablo Gianera, Natalia Blanc, Celina Chatruc y Martín -PKPtCorresponsales: Luisa Corradini (Francia), Elisabetta Piqué (Italia) y Silvia Pisani (EE.UU.) tDiseño gráfico: Sebastián Menéndez y María 1BVMB1JMJKPTtCorrección: Susana G. Artal y Daniel (JHFOBtGerente comercial: Gervasio Marques 1FÚBtPropietario: S.A. La Nación - Bouchard 557 $"#( $"#"tDerechos: Dirección Nacional del Derecho de Autor: ADNCULTURA registro N° 741.158, 20 de marzo de 2009.

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B

orges aborrecía a Hemingway de una manera sospechosa. Sentía, en principio, que era su antítesis: un hombre pacífico encerrado en bibliotecas contra un salvaje peregrino del mundo. Hemingway no tuvo tiempo ni siquiera de devolverle gentilezas puesto que cuando el autor de El viejo y el mar era una megaestrella de la literatura mundial y estaba a punto de volarse la cabeza de un tiro, Borges todavía no había sido canonizado en Europa por Roger Caillois. Resulta, sin embargo, conmovedor que ambos contendientes tuvieran al menos dos coincidencias notables. Una era la fascinación por el culto del coraje. La otra era el temor al contagio de ese virus letal llamado periodismo. En este último punto, Borges y Hemingway pensaban igual: para cualquier escritor el periodismo era un buen oficio siempre y cuando fuera capaz de dejarlo a tiempo, lo que significa no traspasar jamás la línea de los 40 años. Los múltiples interlocutores de ambos jamás ahondaron en esta recomendación, pero yo siempre me he imaginado las razones profundas. Tal vez porque me incumbían de un modo personal. El periodista escribe con suma conciencia de su público, anhela muchísimos lectores, utiliza códigos precisos y conscientes, le pega con efecto a la pelota. El periodista está más cerca de ser un guerrero de la palabra que un sacerdote de las letras. Es más un artesano, un profesional de la narración, que un artista. Esos supuestos “vicios” del periodismo pueden, para la academia, contaminar la literatura de ficción, que precisa de una independencia y de un puritanismo a prueba de trucos, calle y lectores. Luego vino el Nuevo Periodismo, Tom Wolfe ordenó las teorías de la non fiction, Capote escribió A sangre fría, Mailer le respondió con La canción del verdugo, Guy Talese deslumbró desde Esquire y la crónica novelada llegó a cumbres excelsas en The New Yorker. Sin embargo, con todo ese viento a favor (la caída en desgracia de la novela decimonónica y la exaltación de los híbridos, la prédica del Instituto de Gabriel García Márquez y la praxis de la revista Etiqueta Negra); con Kapuscinski, Walsh, Villoro y Caparrós, todavía el periodismo sigue siendo en ciertos cenáculos literarios una materia contaminante y perjudicial. Lo es incluso después de haber demostrado sobradamente que puede

convertirse en una de las bellas artes, y a pesar también de que la novela verídica –acaso el gran género de estos tiempos– está llena de frutos nobles. El periodismo sigue siendo, para muchos críticos, una enfermedad contagiosa que desvirtúa la mirada del “verdadero” escritor de ficciones. No es raro que Borges y Hemingway pensaran de ese modo hace décadas, lo raro es que algunos de sus descendientes hayan comprado esa idea y la hayan convertido en un dogma permanente. Algo de esa incomprensión explica precisamente la indiferencia con que cierta crítica literaria ha recibido en nuestro país la obra de Tomás Eloy Martínez durante los últimos treinta años. Tomás no sólo es el padre moderno de la crónica en la Argentina (Walsh es el pionero), sino que además se atrevió a avanzar sobre la ficción llevando consigo los materiales periodísticos para moldearlos, a la manera en que Puig moldeó su otra gran pasión: el cine. Martínez eludió así el mandato borgeano y los prejuicios de Hemingway, e inundó de periodismo la novela. Y de novela al periodismo. Lo vemos claramente en La pasión según Trelew y sobre todo en Lugar común la muerte, textos que ya tienen asegurado un lugar en la Gran Biblioteca del Periodismo Narrativo. Y luego lo verificamos en La novela de Perón y en Santa Evita, donde la historia y el periodismo se amalgaman con la imaginación. Allí Tomás reflejó, como nadie, los mitos esenciales del peronismo, y creó con documentos, recortes, testimonios, chismes e imaginación personajes ficcionales más verdaderos que los auténticos. Su Perón es distinto y a la vez más verdadero que el real. La Evita de Tomás está llena de matices fantasmagóricos y posee una voz íntima reveladora que no tuvo. Lopecito y Moori Koenig son criaturas de ficción que le pertenecen: Martínez se apropió de ellas para siempre por el simple método de volverlas inolvidables. No es posible pensar en López Rega y en el coronel que secuestró el cadáver de Eva Perón sin pensar en lo que Tomás esculpió con la arcilla de la investigación y el vuelo de su prosa poética. Esta operación literaria se consiguió llevando hasta las últimas consecuencias lo que Walsh había prefigurado en su pequeño gran relato “Esa mujer”, otro texto inclasificable, mezcla de cuento de ficción con reportaje frustrado. “Esa mujer” es al género que inventó Tomás Eloy Martínez lo que “La carta robada” de Poe y “Los asesinos” de Hemingway fueron, respectivamente, al policial de enigma y a la novela negra. Muere Tomás Eloy sin haber podido escribir un libro que soñaba desde hacía tiempo. Un ensayo acerca del oficio de narrar, que postulaba algo subversivo: