1 helado de pesadilla

Uzbekistán, y fueron avistados en primer lugar desde Samarcanda, antigua ciudad de la Ruta de la Seda, donde se desplegó
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1 HELADO DE PESADILLA

Nervios atenazados y pulso desbocado, salvaje y agitándose, cazando, devorando y terrible, terrible, terrible… —Eliza. ¡Eliza! Una voz. Una luz intensa, y Eliza despertó. La sensación fue como caer y aterrizar de golpe. —Estaba soñando —se oyó decir a sí misma—. Sólo era un sueño. Estoy bien. ¿Cuántas veces en su vida había dicho aquellas palabras? Más de las que podía contar. Sin embargo, aquélla era la primera vez que iban dirigidas a un hombre que hubiera irrumpido heroicamente en su habitación, martillo en mano, para impedir que la asesinaran. —Estabas… estabas gritando —balbuceó su compañero de departamento, Gabriel, mientras lanzaba miradas a los rincones sin encontrar ni rastro de asesinos. Tenía el aspecto desaliñado de cuando uno se acaba de levantar y permaneció alerta como un loco, sujetando el martillo en alto y dispuesto a descargarlo—. Me refiero a… gritando de verdad, de verdad. —Lo sé —respondió Eliza con la garganta dolorida—. Lo hago a veces —se incorporó en la cama. Los latidos de su corazón

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parecían cañonazos (aciagos, intensos, reverberando por todo su cuerpo), y, aunque tenía la boca seca y respiraba de forma agitada, trató de que sus palabras sonaran calmadas—. Siento haberte despertado. Gabriel parpadeó y bajó el martillo. —No me refería a eso, Eliza. Jamás había oído a nadie gritar de ese modo en la vida real. Era un alarido de película de terror. Parecía algo impresionado. Márchate, quiso decirle Eliza. Por favor. Estaban empezando a temblarle las manos. No tardaría en ser incapaz de controlarlas, y no deseaba un testigo. El descenso de adrenalina podía producir estragos después del sueño. —Te prometo que estoy bien. ¿Okey? Solamente… Maldición. Temblores. Cada vez más presión, el ardor tras los párpados, y todo fuera de control. Maldición, maldición, maldición. Eliza dobló el cuerpo y ocultó la cara en la colcha mientras los sollozos brotaban y la dominaban. Por terrible que fuera el sueño —y había sido terrible—, lo peor venía después, porque estaba consciente pero aún indefensa. El terror —terror, terror— persistía, y había algo más. Siempre llegaba con el sueño, pero no se desvanecía con él, sino que permanecía como algo empujado por la marea. Algo horrible: un repugnante cadáver de leviatán abandonado en la orilla de su mente para que se descompusiera. Era remordimiento. Aunque aquella palabra parecía demasiado anodina para definirlo. La sensación con la que el sueño la dejaba era como cuchillos de pánico y horror descansando brillantes sobre una herida roja, en carne viva y supurante de culpa. ¿Culpa por qué? Aquélla era la peor parte. Era…, Dios mío, era atroz, y era inmenso. Demasiado inmenso. Jamás se había hecho nada más horrible en toda la historia y en todo el espacio, y la

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culpa era suya. Resultaba imposible, y al tomar cierta distancia del sueño, Eliza conseguía descartarlo como algo ridículo. Ella no había hecho y tampoco haría jamás… aquello. Pero cuando el sueño la arrastraba, nada importaba: ni la razón, ni el juicio, ni siquiera las leyes de la física. El terror y la culpa ahogaban todo. Era un asco. Cuando finalmente se calmaron los sollozos y Eliza levantó la cabeza, Gabriel estaba sentado al borde de la cama, con expresión compasiva y preocupada. Gabriel Edinger mostraba una delicada cortesía que auguraba la presencia más que probable de corbatas de moño en su futuro. Tal vez incluso de un monóculo. Era neurocientífico, posiblemente la persona más inteligente que Eliza conocía, y una de las más amables. Ambos eran becarios de investigación en el Smithsonian’s National Museum of Natural History —el nmnh— y se habían llevado bien, aunque sin llegar a ser amigos, durante el año pasado, hasta que la novia de Gabriel se mudó a Nueva York para hacer su posdoctorado y él necesitó un compañero de departamento para cubrir el alquiler. Eliza había sido consciente de que corría un riesgo al polinizar de manera cruzada las horas libres con las de trabajo, por aquella razón en concreto. Aquélla. Gritos. Sollozos. Una persona con curiosidad no tendría que cavar mucho para confirmar la… profunda anormalidad… sobre la que había construido aquella vida. En ocasiones, eran como tablones colocados sobre arenas movedizas. Sin embargo, el sueño llevaba algún tiempo sin molestarla, por lo que había sucumbido a la tentación de fingir que era alguien normal, sin más preocupaciones que las habituales de una estudiante de doctorado de veinticuatro años con un presupuesto reducido. La presión de la tesis, un malvado compañero de laboratorio, ofertas de becas, la renta.

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Monstruos. —Lo siento —le dijo a Gabriel—. Creo que ahora estoy bien. —Estupendo —tras una incómoda pausa, él preguntó animadamente —: ¿Una taza de té? Té. Un agradable destello de normalidad. —Sí —respondió Eliza—. Gracias. Y cuando Gabriel se marchó sin prisa para poner a calentar la tetera, Eliza se serenó. Se puso la bata, se lavó la cara, se sonó la nariz, se miró en el espejo. Tenía el rostro hinchado y los ojos enrojecidos. Impresionante. Sus ojos eran bonitos, y estaba acostumbrada a recibir cumplidos de desconocidos. Eran grandes, con largas pestañas, brillantes —al menos cuando no tenía las escleróticas rosadas de llorar— y de un color castaño varios tonos más claro que su piel, de modo que parecían resplandecer. En aquel momento, sintió un escalofrío al darse cuenta de que tenían un aspecto un tanto… enloquecido. —No estás loca —le aseguró a su reflejo, y aquella frase sonó como una afirmación pronunciada a menudo, un consuelo necesario y habitualmente ofrecido. No estás loca, y no lo vas a estar. Por debajo de aquél se deslizó otro pensamiento más desesperado. A mí no me va a pasar. Soy más fuerte que los otros. Normalmente, lograba creérselo. Cuando Eliza se reunió con Gabriel en la cocina, el reloj del horno marcaba las cuatro de la madrugada. El té estaba sobre la mesa, junto a un bote de helado de medio litro, abierto y con una cuchara clavada. Gabriel lo señaló. —Helado de pesadilla. Es una tradición familiar. —¿De verdad? —Sí.

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Por un instante, Eliza trató de imaginar el helado como la respuesta de su propia familia al sueño, pero fue incapaz. El contraste era simplemente demasiado fuerte. Aceptó el bote. —Gracias —dijo. Comió un par de cucharadas en silencio y tomó un sorbo de té, preocupada durante todo el tiempo que transcurrió de que llegaran las preguntas, como seguramente ocurriría. ¿Con qué sueñas, Eliza? ¿Cómo voy a ayudarte si no me lo cuentas, Eliza? ¿Qué te sucede, Eliza? Ya las había escuchado todas. —¿Estabas soñando con Morgan Toth, verdad? —le preguntó Gabriel—. ¿Con Morgan Toth y sus labios carnosos? De acuerdo, aquélla no la había escuchado. A pesar suyo, Eliza se rio. Morgan Toth era su peor enemigo y sus labios resultaban un buen tema para una pesadilla, pero ni se aproximaban a la realidad. —Es que no quiero hablar de eso —dijo Eliza. —¿Hablar de qué? —preguntó Gabriel con absoluta inocencia—. ¿A qué te refieres? —Muy listo. Pero hablo en serio. Lo siento. —Está bien. Otra cucharada de helado y otro silencio interrumpido por otra pregunta que no lo era. —Yo tuve pesadillas de pequeño —le confesó Gabriel—. Durante casi un año. Eran muy intensas. En palabras de mis padres, nuestra vida quedó prácticamente en suspenso. Me aterrorizaba quedarme dormido y tenía un montón de ritos, de supersticiones. Incluso probé con ofrendas. Mis juguetes favoritos, comida. Parece ser que me oyeron ofrecer a mi hermano mayor en mi lugar. Yo no lo recuerdo, pero él asegura que es cierto.

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—¿Ofrecérselo a quién? —preguntó Eliza. —A ellos. A los del sueño. Ellos. Una chispa de reconocimiento, de esperanza. Absurda esperanza. Eliza también tenía un “ellos”. Racionalmente, sabía que eran una creación de su mente y que no existían en ningún otro lugar pero, tras el sueño, no siempre resultaba posible mantener la racionalidad. Sin pensar, Eliza preguntó: —¿Qué eran? Si no iba a hablar de su sueño, no debería curiosear en el de Gabriel. Era una máxima del arte de guardar secretos, en el que ella estaba bien versada: para que no te pregunten, no preguntes. —Monstruos —respondió él encogiéndose de hombros, y, sin más, Eliza perdió el interés (no por la mención a los monstruos, sino por el tono de por supuesto de Gabriel). Cualquiera que pudiera decir monstruos tan a la ligera jamás se había topado con los de Eliza. —Los sueños en los que te persiguen son de los más frecuentes —añadió Gabriel, y empezó su explicación. Eliza continuó dando sorbos al té, tomó alguna cucharada ocasional del helado de pesadilla y asintió en los momentos adecuados, aunque realmente no estaba escuchando. Había investigado a profundidad la interpretación de los sueños mucho tiempo atrás. No la había ayudado entonces, como tampoco la ayudó en aquel momento. Cuando Gabriel concluyó diciendo: “Son una manifestación de los temores que tenemos durante la vigilia” y “todo el mundo los tiene”, lo hizo con tono tranquilizador y pedante, como si acabara de resolver el problema por ella. A Eliza le entraron ganas de decir: ¿Y supongo que a todo el mundo le ponen un marcapasos a los siete años porque “las manifestaciones de los temores que tienen durante la vigilia” les provocan una

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arritmia cardíaca? Pero no lo hizo, porque era la clase de trivialidad fácil de recordar que se repetía como un loro en los cocteles. ¿Sabías que a Eliza Jones le pusieron un marcapasos cuando tenía siete años porque las pesadillas le provocaron una arritmia cardíaca? ¿En serio? Es descabellado. —¿Y qué ocurrió después? —le preguntó Eliza—. ¿Con tus monstruos? —Bueno, se llevaron a mi hermano y me dejaron tranquilo. Les tengo que sacrificar una cabra todos los años en el día del arcángel san Miguel, pero es un precio insignificante por una buena noche de sueño. Eliza se rio. —¿Dónde consigues las cabras? —añadió ella siguiéndole la corriente. —En una pequeña granja de Maryland. Cabras para sacrificios certificadas. Si prefieres corderos, también tienen. —Cómo no. ¿Y qué demonios es el día del arcángel san Miguel? —Ni idea. Me lo acabo de sacar de la manga. Eliza experimentó un instante de gratitud porque Gabriel no se había entrometido, y el helado, el té e incluso la irritación que le había provocado el erudito parloteo de su compañero la habían ayudado a aliviar las secuelas. De hecho, se estaba riendo y eso no era poco. De repente, su teléfono vibró sobre la mesa. ¿Quién la llamaba a las cuatro de la madrugada? Lo alcanzó… …y cuando vio el número en la pantalla, se le cayó —o posiblemente lo tirara—. Con un crac, golpeó en un armario y rebotó hacia el piso. Por un segundo tuvo la esperanza de haberlo roto. Estaba allí, silencioso. Muerto. Y entonces —bzzzzzzzzzzzzz—, resucitó.

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¿Cuándo había lamentado no haber destrozado el teléfono? Era por el número. Sólo dígitos. Sin nombre. No apareció ninguno porque Eliza no había guardado aquel número en la agenda de su teléfono. Ni siquiera era consciente de recordarlo hasta que lo vio, y fue como si hubiera estado ahí todo el tiempo, cada instante de su vida desde que… desde que se había escapado. Estaba todo ahí, justo ahí. El puñetazo en el estómago fue inmediato, visceral, en nada atenuado por los años. —¿Estás bien? —le preguntó Gabriel mientras se agachaba para recoger el teléfono. Estuvo a punto de gritar “¡No lo toques!”, pero sabía que era una reacción absurda y se detuvo a tiempo. Optó por no alargar la mano para recuperarlo cuando él se lo ofreció, así que Gabriel lo dejó en la mesa, todavía sonando. Eliza lo miró fijamente. ¿Cómo la habían encontrado? ¿Cómo? Había cambiado de nombre. Había desaparecido. ¿Habían sabido su paradero todo el tiempo, la habían estado vigilando desde entonces? La idea la horrorizó. Que los años de libertad pudieran haber sido una ilusión… El zumbido se detuvo. La llamada pasó al buzón de voz y los latidos del corazón de Eliza se convirtieron de nuevo en cañonazos: un estallido tras otro estremeciéndola por completo. ¿Quién era? ¿Su hermana? ¿Uno de sus “tíos”? ¿Su madre? Quienquiera que fuera, Eliza tuvo sólo un instante para preguntarse si habría dejado algún mensaje —y, de ser así, si se atrevería a escucharlo— antes de que el teléfono emitiera un nuevo zumbido. No se trataba de un mensaje en el contestador. Era un mensaje de texto. Decía así: “Enciende la televisión”. ¿Enciende la…?

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Eliza levantó los ojos del teléfono, profundamente inquieta. ¿Por qué? ¿Qué querían que viera en la televisión? Ni siquiera tenía una. Gabriel la estaba observando atentamente, y sus miradas se encontraron en el instante en que escucharon el primer grito. Eliza se llevó tal susto que se levantó de la silla de un salto. Desde algún lugar de la calle llegó un grito prolongado, ininteligible. ¿O fue dentro del edificio? Sonó con fuerza. Era dentro. Un momento. Aquello era otra persona. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? La gente estaba gritando de… ¿miedo?, ¿alegría?, ¿terror? Y entonces el teléfono de Gabriel empezó a vibrar también, y el de Eliza recibió una repentina serie de mensajes: bzzz bzzz bzzz bzzz bzzz. De amigos esta vez, incluido Taj, desde Londres, y Catherine, que estaba haciendo trabajo de campo en Sudáfrica. Las palabras variaban, pero todos eran una versión de la misma inquietante orden: “Enciende la televisión”. “¿Lo estás viendo?” “Despierta. Televisión. Ahora.” Hasta que llegó el último. El que empujo a Eliza a querer acurrucarse en posición fetal y dejar de existir. “Vuelve a casa”, decía. “Te perdonamos.”

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2 EL ADVENIMIENTO

Aparecieron un viernes a plena luz del día, en el cielo de Uzbekistán, y fueron avistados en primer lugar desde Samarcanda, antigua ciudad de la Ruta de la Seda, donde se desplegó un equipo informativo para emitir imágenes de... los visitantes. Los ángeles. Alineados en perfectas falanges, contarlos resultaba sencillo. Veinte formaciones de cincuenta, es decir, mil. Mil ángeles. Volaron hacia el oeste, lo bastante cerca del suelo para que la gente que se encontraba en las azoteas y las carreteras pudiera distinguir la ondeante seda blanca de sus estandartes y escuchar el trino y el trémolo de las arpas. Arpas. La grabación se distribuyó. En todo el mundo, se hicieron avances de radio y televisión; los presentadores de los noticiarios se apresuraron a ocupar sus mesas, sin aliento y sin guion. Emoción, terror. Ojos como platos, voces agudas y extrañas. Por todas partes, los teléfonos empezaron a sonar y luego se sumieron en un gran silencio global cuando las antenas de telefonía móvil se sobrecargaron y colapsaron. La parte del planeta que estaba durmiendo se despertó. Las conexiones a Internet fallaron. La

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gente buscaba a otra gente. Las calles se abarrotaron. Las voces se unieron y compitieron, escalaron e hicieron cima. Hubo reyertas. Salmos. Disturbios. Muertes. También se produjeron nacimientos. Los bebés alumbrados durante el advenimiento fueron denominados “querubines” por un locutor de radio, quien además difundió el rumor de que todos tenían marcas de nacimiento en forma de pluma en algún lugar de sus diminutos cuerpecitos. No era cierto, pero los pequeños serían examinados cuidadosamente en busca de cualquier atisbo de beatitud o poder mágico. Aquel día —el nueve de agosto—, la historia se dividió abruptamente en un antes y un después, y nadie olvidaría jamás dónde se encontraba cuando “aquello” empezó. *** Kazimir Andrasko, actor, fantasma, vampiro y patán, estaba dormido mientras todo ocurría, aunque luego aseguraría que se había desmayado mientras leía a Nietzsche —lo que posteriormente señalaría como el momento exacto del advenimiento— y había tenido una visión del fin del mundo. Fue el inicio de un rimbombante aunque mediocre ardid que no tardaría en arruinar con un decepcionante final al descubrir el enorme trabajo que suponía la creación de una secta. *** Zuzana Nováková y Mikolas Vavra se encontraban en Aït Benhaddou, la kasbah más famosa de Marruecos. Mik había terminado de regatear por un anillo de plata antiguo —tal vez antiguo,

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tal vez de plata, pero sin duda un anillo— cuando el repentino alboroto los envolvió. Se metió el anillo en el bolsillo, donde permanecería, escondido, durante algún tiempo. En una cocina de la aldea, se arremolinaron detrás de los lugareños y permanecieron atentos a las noticias en árabe. Aunque no entendían ni los comentarios ni las exclamaciones ahogadas a su alrededor, eran los únicos que conocían el contexto de lo que estaban viendo. Sabían lo que eran los ángeles, o más bien, lo que no eran. Aunque aquello no disminuyó el impacto de ver el cielo lleno de ellos. ¡Tantos! Fue idea de Zuzana “liberar” la camioneta estacionada delante de un restaurante turístico. La trama de la realidad cotidiana estaba tan estirada llegados a aquel punto que el robo temporal de un vehículo parecía algo normal. Era sencillo: Zuzana sabía que Karou no tenía acceso a las noticias internacionales; debía avisarla. Habría robado un helicóptero si hubiera sido necesario. *** Esther Van de Vloet, traficante de diamantes retirada, antigua socia de Brimstone y en ocasiones sustituta de abuela para la pupila humana de éste, estaba paseando a sus mastines cerca de su casa en Amberes cuando las campanas de la catedral comenzaron a tañer en un momento que no les correspondía. No era la hora, y, aunque lo hubiera sido, su poco melodioso repiqueteo sonaba agitado, prácticamente histérico. Esther, en absoluto agitada ni histérica, había estado esperando que sucediera algo desde que una huella negra de mano había prendido una puerta en Bruselas y la había hecho desaparecer entre las llamas. Concluyendo que aquello era ese algo, regresó rápidamente a su casa, flanqueada por sus perras, enormes como leonas, que avanzaban sigilosas.

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*** Eliza Jones vio los primeros minutos de una transmisión en directo en la laptop de su compañero de departamento, pero cuando el servidor dejó de funcionar, se vistieron a toda prisa, se metieron de un salto en el coche de Gabriel y se marcharon hacia el museo. A pesar de lo temprano que era, no fueron los primeros en llegar, y tras ellos aparecieron más colegas que fueron agrupándose en torno a una pantalla de televisión en un laboratorio del sótano. Estaban aturdidos y abrumados por la incredulidad, pero no sentían el más mínimo agravio a su racionalidad por que un acontecimiento así osara desplegarse en el cielo del universo natural. Era una broma, por supuesto. Si los ángeles existieran —lo cual era ridículo—, ¿no se parecerían un poco menos a los dibujos de los libros de catequesis de la escuela dominical? Era todo demasiado perfecto. Tenía que estar manipulado. —Lo de las arpas me supera —dijo un paleobiólogo—. Es excesivo. Aunque el aparente convencimiento quedaba socavado por una tensión real, porque ninguno de ellos era estúpido, y existían fallos evidentes en la teoría del engaño que se volvían más evidentes a medida que los helicópteros de información se atrevían a acercarse más a la hueste voladora, y las imágenes transmitidas se volvían más precisas y menos equívocas. Nadie quería admitirlo, pero parecía… real. En primer lugar, las alas. Tenían fácilmente tres metros y medio de envergadura, y cada pluma era una llama. El suave aleteo, la indescriptible elegancia y fuerza de su vuelo… superaba cualquier tecnología comprensible.

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—Tal vez sea la retransmisión lo que es falso —sugirió Gabriel—. Podría tratarse de una animación por computadora. La guerra de los mundos del siglo xxi. Hubo algunos murmullos, aunque al parecer nadie se lo creía. Eliza permaneció en silencio, a la expectativa. Su temor era distinto al de los demás y… mucho más elaborado. No podía ser de otra manera. Llevaba acompañándola toda su vida. Ángeles. Ángeles. Tras el incidente ocurrido unos meses atrás en el puente de Carlos, en Praga, había logrado conservar al menos una muleta de escepticismo, lo suficiente para no caerse. Tal vez hubiera sido un engaño: tres ángeles que aparecen y se van, sin dejar rastro. Daba la impresión de que el mundo hubiera estado esperando, con la respiración contenida, una prueba que no dejara lugar a dudas. Igual que ella. Y ahora la tenían. Pensó en el teléfono, que había dejado a propósito en el departamento, y se preguntó qué nuevos mensajes la aguardarían en la pantalla. Pensó en el insólito y oscuro poder del que había huido por la noche, en el sueño. El estómago se le encogió al notar, bajo los pies, el movimiento de los tablones que había colocado sobre las arenas movedizas de su otra vida. ¿Había creído que podría escapar de aquello? Estaba allí, siempre había estado allí, y la vida que había construido encima le pareció tan robusta como un pueblito de chozas en la ladera de un volcán.

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TRES HORAS DESPUÉS DEL ADVENIMIENTO

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